(Escritor ex sacerdote que le daba la extrema unción a los condenados a muerte por el Che Guevara al truinfo de la Revolución.)
Aveces uno escribe, no con intención de aportar soluciones a un problema o de analizarlo, igual que se rotura la tierra para depositar luego en ella el grano de trigo o de maíz, sino para descargue de sus penas.
El pasado año unos celebraron y otros lloramos el cincuenta aniversario de la revolución cubana. Es el momento, pensé una y otra vez, pero dejé pasar la oportunidad. Ahora el caso de Orlando Zapata me abre una nueva ventana para hablar desde ella y la quiero aprovechar.
El hecho de haber sido en los primeros meses del año 59 testigo excepcional de la justicia revolucionaria y de la sangre inútilmente vertida en el paredón de La Cabaña me da carta de legitimidad, creo, para decir mi dolor, mi tristeza, mi desengaño al ver que el rosal de mis ilusiones y esperanzas se marchitaba y ver que la revolución llevaba camino de encharcarse en fango de odios que matan y de sueños fatuos que no dan vida.
Una noche memorable en noviembre del 59 se concentraron un aproximado del millón de personas en la plaza José Martí (que no mucho más tarde devino en ‘plaza de la revolución’) con ocasión del Congreso Nacional Católico.
Rayando la media noche, a punto de iniciarse el acto, Fidel Castro acompañado de algunos de sus comandantes, Juan Almeida y Víctor Bordón Machado entre ellos, se dejó ver al pie de la tarima-altar donde había sido colocada momentos antes la imagen de la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba.
El comandante en jefe, dueño ya a esas horas de vidas y haciendas de los cubanos, no fue invitado a subir a ocupar un lugar encumbrado en la tarima. Qué más hubiera querido él, robarle el show nada menos que a la Cachita, la Virgencita del Cobre. Los vi y bajé a saludarles. El grito de “¡Caridad, Caridad, Caridad!” de la muchedumbre aplastaba la noche y la plaza. También hacía difícil la conversación con Fidel y su gente. El comandante movía la cabeza arriba abajo derecha izquierda, el gorro hundido hasta los ojos, la mandíbula inferior queriendo comerse la superior, hecho un haz de nervios, como nadando en un mar de olas amenazantes y tratando, despavorido, de salir de ellas. Se le veía a punto de reventar. Y reventó, gritando también él. Qué caridad y caridad, ¿y la justicia para cuándo? No me lo preguntaba a mí, era un desgarro retórico al estilo de Cicerón. (¿”Quousque tandem, Catilina, abuteris patientia nostra’?). Pero respondí a su pregunta. Comandante, no existe caridad sin la justicia, cierto, pero recuerde que donde falte la caridad nunca habrá justicia. Intervino Almeida y me pidió que me fuera, que no molestara.
Era un tema que repetidas veces entre febrero y junio de ese año habíamos abordado el Ché Guevara y yo en nuestras conversaciones en su residencia de La Cabaña.
El Ché no caía en la tontez, gastada ya, de “la religión, opio de los pueblos”, pero sí insistía en que el amor predicado por Cristo no conducía a nada, era una utopía, un engaño, que la Historia se movía a lomos del egoísmo y la ambición de los poderosos y que, para acabar con sus atropellos, había que aprender a odiar y a matar a sangre fría. Una idea que se repite machacona en sus escritos.
Cuando supe de sus propios labios por qué me recibía una y otra vez a perdernos en el tema de la justicia y la caridad, quedé frío, de hielo. Usted y yo no somos amigos. Nos pusimos caretas para tratar cada uno de llevar al otro a su acera. Nos equivocamos, fracasamos los dos. Cuando nos volvamos a ver, sin caretas, seremos enemigos a muerte.
Alguna vez se lo dije. Que la revolución se iba a hundir en pozos de sangre aborrecida, de promesas sin voluntad de cumplirlas, de terquedades, de inquinas entre hermanos. Y todo por no ser capaces de sentarse a dialogar, por no querer entenderse, por negarse a vivir en armonía cerca del adversario, construyendo juntos, pecado de cuantos se consideran dueños de la verdad, sean obispos o revolucionarios.
Qué horribles cincuenta y un años perdidos en un pantano de soberbias, de palabras grandilocuentes, de engaños, de terquedades, de odios, de complejos escondidos, en última instancia.
Aveces uno escribe, no con intención de aportar soluciones a un problema o de analizarlo, igual que se rotura la tierra para depositar luego en ella el grano de trigo o de maíz, sino para descargue de sus penas.
El pasado año unos celebraron y otros lloramos el cincuenta aniversario de la revolución cubana. Es el momento, pensé una y otra vez, pero dejé pasar la oportunidad. Ahora el caso de Orlando Zapata me abre una nueva ventana para hablar desde ella y la quiero aprovechar.
El hecho de haber sido en los primeros meses del año 59 testigo excepcional de la justicia revolucionaria y de la sangre inútilmente vertida en el paredón de La Cabaña me da carta de legitimidad, creo, para decir mi dolor, mi tristeza, mi desengaño al ver que el rosal de mis ilusiones y esperanzas se marchitaba y ver que la revolución llevaba camino de encharcarse en fango de odios que matan y de sueños fatuos que no dan vida.
Una noche memorable en noviembre del 59 se concentraron un aproximado del millón de personas en la plaza José Martí (que no mucho más tarde devino en ‘plaza de la revolución’) con ocasión del Congreso Nacional Católico.
Rayando la media noche, a punto de iniciarse el acto, Fidel Castro acompañado de algunos de sus comandantes, Juan Almeida y Víctor Bordón Machado entre ellos, se dejó ver al pie de la tarima-altar donde había sido colocada momentos antes la imagen de la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba.
El comandante en jefe, dueño ya a esas horas de vidas y haciendas de los cubanos, no fue invitado a subir a ocupar un lugar encumbrado en la tarima. Qué más hubiera querido él, robarle el show nada menos que a la Cachita, la Virgencita del Cobre. Los vi y bajé a saludarles. El grito de “¡Caridad, Caridad, Caridad!” de la muchedumbre aplastaba la noche y la plaza. También hacía difícil la conversación con Fidel y su gente. El comandante movía la cabeza arriba abajo derecha izquierda, el gorro hundido hasta los ojos, la mandíbula inferior queriendo comerse la superior, hecho un haz de nervios, como nadando en un mar de olas amenazantes y tratando, despavorido, de salir de ellas. Se le veía a punto de reventar. Y reventó, gritando también él. Qué caridad y caridad, ¿y la justicia para cuándo? No me lo preguntaba a mí, era un desgarro retórico al estilo de Cicerón. (¿”Quousque tandem, Catilina, abuteris patientia nostra’?). Pero respondí a su pregunta. Comandante, no existe caridad sin la justicia, cierto, pero recuerde que donde falte la caridad nunca habrá justicia. Intervino Almeida y me pidió que me fuera, que no molestara.
Era un tema que repetidas veces entre febrero y junio de ese año habíamos abordado el Ché Guevara y yo en nuestras conversaciones en su residencia de La Cabaña.
El Ché no caía en la tontez, gastada ya, de “la religión, opio de los pueblos”, pero sí insistía en que el amor predicado por Cristo no conducía a nada, era una utopía, un engaño, que la Historia se movía a lomos del egoísmo y la ambición de los poderosos y que, para acabar con sus atropellos, había que aprender a odiar y a matar a sangre fría. Una idea que se repite machacona en sus escritos.
Cuando supe de sus propios labios por qué me recibía una y otra vez a perdernos en el tema de la justicia y la caridad, quedé frío, de hielo. Usted y yo no somos amigos. Nos pusimos caretas para tratar cada uno de llevar al otro a su acera. Nos equivocamos, fracasamos los dos. Cuando nos volvamos a ver, sin caretas, seremos enemigos a muerte.
Alguna vez se lo dije. Que la revolución se iba a hundir en pozos de sangre aborrecida, de promesas sin voluntad de cumplirlas, de terquedades, de inquinas entre hermanos. Y todo por no ser capaces de sentarse a dialogar, por no querer entenderse, por negarse a vivir en armonía cerca del adversario, construyendo juntos, pecado de cuantos se consideran dueños de la verdad, sean obispos o revolucionarios.
Qué horribles cincuenta y un años perdidos en un pantano de soberbias, de palabras grandilocuentes, de engaños, de terquedades, de odios, de complejos escondidos, en última instancia.
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