Curioso fin de año en el que las sorpresas se acumulan, los árboles de Navidad regresan y los sexólogos comienzan a usar el lenguaje de los machistas. Mariela Castro me ha llamado gallita y, en su lenguaje de especialista en género y sexualidad, la palabra toma connotaciones homofóbicas. Quizás porque yo soy una desconocedora de los términos de su especialidad, no logro entender qué quiso decirme al endilgarme un rol masculino dentro de un sustantivo femenino, que en eso de la gramática sí que puedo alardear de saber algo. ¿Creerá ella que hago labores de hombre porque exijo derechos y reclamo el respeto a las preferencias políticas? No veo las plumas en mi cola, pero si para ser una muy delicada gallina debo aceptar que un grupo de septuagenarios –todos hombres– decidan cada aspecto de mi vida, entonces me inclino al travestismo y hago quiquiriquí como el gallo con más hormonas del corral.
Reinaldo se ríe desde su delantal de florecitas y me confirma que sí, que soy una gallita de espuelas afiladas. Concuerdo con la prestigiosa especialista en que soy “insignificante”, una anónima pollona que ha logrado con su pío pío incomodar a los finos gallos de pelea. Esos que están tan poco entrenados en el debate que a la mínima discrepancia saltan soltando plumas, hiriendo a todos lados. Se incomodan y terminan por sacar la lengua y –allá atrás– les vemos las feas entrañas de la intolerancia, que tanto hacen hoy en día por disimular.
Reinaldo se ríe desde su delantal de florecitas y me confirma que sí, que soy una gallita de espuelas afiladas. Concuerdo con la prestigiosa especialista en que soy “insignificante”, una anónima pollona que ha logrado con su pío pío incomodar a los finos gallos de pelea. Esos que están tan poco entrenados en el debate que a la mínima discrepancia saltan soltando plumas, hiriendo a todos lados. Se incomodan y terminan por sacar la lengua y –allá atrás– les vemos las feas entrañas de la intolerancia, que tanto hacen hoy en día por disimular.
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