sábado, 7 de junio de 2008

LA PERENTORIEDAD DE LAS DOS TAREAS

Por Orlando Freire

(Jovellanos, Matanzas, 1953. Licenciado en Economía. Mención de Honor en concurso periodístico en Austria, 1996. Mención en concurso periodístico de Palabra Nueva, 1999. Finalista en concurso de cuentos Ernest Hemingway, 1999. Segundo Premio de cuento del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Cultura, 2001. Primer Premio de Ensayo del Certamen de la Fundacion Concurso Disidente 2006. Miembro del Consejo de Redacción de la revista Espacios, 2001 a 2005.Actualmente colabora con algunas publicaciones católicas)
Para todos los cubanos que amamos la libertad y la democracia, tanto los que habitamos en la Isla como aquellos compatriotas residentes allende los mares, una vez que hayamos superado este presente sombrìo y de incertidumbres, queda claro que la erecciòn de robustas instituciones que garanticen la existencia del Estado de derecho constituye la tarea inicial para lograr esa repùblica que nuestro Apòstol calificara de “con todos y para el bien de todos.”
Pensar en instituciones es imaginar en primer tèrmino la promulgaciòn de una Carta Magna que rija los destinos de la patria. Somos una naciòn privilegiada en cuanto a la tradiciòn constitucional. Aun sin haber emergido al concierto internacional con un gobierno propio que administrara los destinos de toda la geografìa insular, ya nuestros bravos mambises redactaron en el poblado de Guàimaro, en 1869, una constituciòn para la Repùblica en Armas. Un texto de hondo contenido liberal que favorecìa los valores republicanos y advertìa contra la apariciòn de caudillos que sustituyeran la tiranìa colonial española por otra no menos despiadada de factura vernàcula. Tan asì fue, que en un arribo de paroxismo, no faltan las opiniones acerca de que los cubanos de la època no alcanzaron la unidad de acciòn debido a un exceso de democracia.
Entonces còmo no concebir que los cubanos estemos deseosos de despojarnos de otra constituciòn que en la pràctica conculca las libertades y los derechos individuales. Y los vulnera porque, despuès de reconocer algunos de ellos en las pàginas iniciales del documento, los vuelve tabla rasa al declarar seguidamente que ninguno puede ser esgrimido en contra de los intereses de la Revoluciòn omnìmoda. Un juicio de valor que le resta espacio al discernimiento objetivo para caer de bruces en el manto de la subjetividad que alienta todo tipo de arbitrariedades. Aspiramos a una constituciòn, por otra parte, que suprima esa anomalìa jurìdica que refrenda el caràcter inamovible del actual sistema polìtico, econòmico y social que padecemos. No es posible aceptar que el discurso oficial la emprenda contra las visiones teleològicas de la monarquìa constitucional prusiana de Hegel, o el fin de la Historia de Fukuyama, y pretenda sentar las bases de la perpetuidad de la versiòn màs procaz del socialismo marxista.
Clamamos por la abrogaciòn del inciso constitucional que autoriza a determinado partido polìtico a asumir la representaciòn de la naciòn cubana. En su lugar instaurar el libre juego de las agrupaciones polìticas, todas con idènticas posibilidades de acceder a los medios de difusiòn y de ser elegidos sus miembros para cualquier cargo pùblico. ¡Que nunca màs deba levantarse una voz en Cuba, entre recelos e incomprensiones, para reconocer con amargura que alguien haya confundido los sagrados valores de la Patria con los estrechos intereses de un partido! Debemos oponernos igualmente a esa torcida interpretaciòn històrica que dice encontrar las raìces del presente unipartidismo en la creaciòn martiana del Partido Revolucionario Cubano. Nuestro hèroe nacional fundò un partido para la beligerancia de una guerra que estimaba breve y necesaria; nunca para que se entronizara en el pedestal de la Repùblica
Semejante intento de justificar el presente mediante la adecuaciòn del pasado, no solo constituye un atentado a la hechologìa històrica en aras de privilegiar sobremanera a la exègesis de esa ciencia social. Es, asimismo, un daño a las nuevas generaciones y a aquellas personas no muy duchas en el acontecer històrico, muchas de las cuales, lamentablemente, ya identifican la figura del Apòstol con las miserias de una realidad que detestan. Aun en el àmbito acadèmico, una cosa es responsabilizar a Martì con la tradiciòn revolucionaria en detrimento del desarrollo evolucionista de la Isla, y otra muy distinta es atribuir a su proyecto de repùblica--- esa que alertò no administarla de la misma manera que se mandaba un campamento--- presupuestos ajenos a los fines de la democracia liberal. No debemos caer en la ingenuidad de abandonar a Martì, pues asì se lo estarìamos obsequiando en bandeja de plata al totalitarismo. Ellos, carentes de paradigmas vàlidos, estàn al acecho de una pizca de carroña que sacìe sus apetitos de hienas hambrientas.
Las nuevas instituciones que Cuba reclama seràn, a no dudarlo, palancas que liberaràn las energìas de todas las fuerzas productivas del paìs. La actual exorbitante maquinaria estatal debe ceder parte de su espacio a la iniciativa privada. Pero no solo a una creciente inversiòn extranjera que nos integre a los mercados internacionales y posibilite ponernos en contacto con los beneficios del libre comercio, sino tambièn que desmantele el bloqueo interno que obstaculiza el bregar de los nacionales por crear pequeñas y medianas empresas. Cada dìa somos testigos de la eficiencia que acompaña al sentido de pertenencia de los trabajadores por cuenta propia--- sorteando las arbitrariedades de los inspectores estatales, los altos impuestos, la dificultad para adquirir insumos productivos y la no disimulada intenciòn gubernamental de eliminarlos poco a poco--- frente a la desidia de los dueños sin rostros de la supuesta propiedad social.
Queremos un Estado, en cuanto a su relaciòn con la economìa, que sea àrbitro antes que protagonista; que propicie la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley para el despliegue de sus capacidades; que practique una polìtica fiscal inteligente y moderada, capaz de proteger a los màs necesitados, pero que no inhiba la inversiòn productiva de las empresas; que no pretenda, desde los mecanismos de la burocracia, erigirse en juez absoluto de la formaciòn de precios, la fijaciòn de salarios y la asignaciòn de recursos desconociendo los señalamientos que emite el mercado. Queremos un Estado, en fin, que conciba el tamaño de su participaciòn en los asuntos de la economìa tomando en cuenta la coyuntura del momento, y no obedeciendo a los lineamientos de una ideologìa determinada.
Por supuesto que resulta impensable la existencia de instituciones democràticas sin la debida separaciòn e independencia de los tres poderes. Ignoramos olìmpicamente a Montesquiu cada vez que contemplamos el triste panorama de un Parlamento en el que legisladores y gobernantes se sientan juntos a discutir los problemas de la naciòn. De hecho no hay discusiòn en esas circunstancias; solo formal aprobaciòn de directrices trazadas previamente por los segundos. No se atisba la màs mìnima posibilidad de que los parlamentarios analicen sin coerciòn los asuntos màs acuciantes del paìs cuando muchas de las sesiones se ven reducidas a diàlogos entre algunos de ellos con el Màximo Lìder. De igual forma no es concebible un autèntico poder judicial si los magistrados se sienten una mera prolongaciòn de las autoridades polìticas. Una màxima muy acogida reza que a todo enjuiciado debe consideràrsele inocente mientras no se demuestre su culpabilidad; pero es poco probable que esa sentencia se cumpla si, ante un presumible delito contra la seguridad del Estado, el juez porta en su bolsillo un carnet que lo acredita como miembro de la ùnica agrupaciòn polìtica que esta agònica constituciòn reconoce.
Pasemos ahora a reflexionar en torno a la segunda de las tareas que los cubanos tenemos por delante si queremos echar los cimientos de un genuino Estado de derecho: el fomento de una cultura de respeto hacia las instituciones. El siglo XX, ese al que con gran acierto Carlos Alberto Montaner llamò de “doloroso aprendizaje”, fue una muestra de còmo un iluminado, un hombre fuerte y un revolucionario pasaron por encima de instituciones que la naciòn habìa creado, y muy hàbilmente maniobraron para conseguir sus egotistas metas personales. Y lograron hacerlo, en parte, apoyados en esa tradiciòn que nos viene de la colonia en el sentido de anteponer la violencia a la ley, pero tambièn debido al desapego con que nuestros compatriotas miraban la cosa pùblica.
Si observamos la historiografìa màs reciente escrita en el interior de la Isla, nos llevamos la impresiòn de que entre Gerardo Machado y Fulgencio Batista, de un lado, y Fidel Castro, del otro, subsisten diferencias irreconciliables. Se aduce que los primeros fueron gobernantes de derecha y simples instrumentos de los intereses norteamericanos en Cuba; mientras que al ùltimo lo vinculan con el movimiento socialista y el antiimperialismo màs militante. Sin embargo, es posible hallar en los tres un denominador comùn, ademàs del caràcter autoritario de sus mandatos: se creyeron mesìas enviados por la Providencia para encauzar el destino de la Patria. Los tres habrìan suscrito de buenas ganas ese falso apotegma que tanto daño ha infligido al orden y la estabilidad de las naciones: “toda Revoluciòn es fuente de derechos”.
En 1902 irrumpimos en el seno de la comunidad internacional con un gobierno propio, poderes judicial y legislativo, y una constituciòn de corte liberal que normaba la existencia futura de la Repùblica. Cierto que nacimos de un modo deforme, con un apèndice constitucional que mermaba la soberanìa nacional, pero en el espìritu de los cubanos latìa la esperanza de que gradualmente el paìs irìa cobrando confianza en sus propias capacidades para conducir los destinos de la patria, y de esa forma se coronarìan tantos años de luchas en la manigua insurrecta.
Desde los primeros momentos, empero, un mal comenzò a asomar en el horizonte: el apego de nuestros gobernantes a prolongar su permanencia en el poder. No serìa muy aventurado afirmar que uno de los desaciertos màs connotados de las administraciones de Tomàs Estrada Palma y Mario Garcìa Menocal fue el intento de reelecciòn del primero y la materializaciòn del propòsito en el caso del segundo. Era el germen de esa errònea y fatal convicciòn que embargò a muchos y que los hizo considerar que el carisma y talento de algunos estadistas eran màs importantes que las propias instituciones. Un desbarro que alcanzarìa su cima durante el gobierno de Gerardo Machado.
Apenas transcurridos dos años de la presidencia del antiguo general del Ejèrcito Libertador, y ya se empezò a concebir una reforma constitucional para extender su perìodo en la primera magistratura. El endiosamiento hacia su figura fue subiendo de tono a medida que cosechaba los frutos de los exitosos años iniciales de su mandato. “Dios en el cielo y Machado en la tierra”, llegaron a expresar algunos acòlitos en el colmo del frenesì adulador. Lo màs grave fue que las principales fuerzas polìticas del paìs--- incluyendo a los ùnicos tres partidos polìticos reconocidos: el Liberal, el Conservador y el Popular Cubano--- se plegaron a los afanes continuistas del gobernante. Al final sobrevino la crisis, la violencia, la nueva supervisiòn extranjera y por ùltimo la revoluciòn. Las instituciones caìan destrozadas por la acciòn perdularia de los hombres.
El epìlogo de la Revoluciòn de 1933 serìa la Constituciòn de 1940. Un texto que, ademàs de reconocer los derechos y libertades individuales, darìa un impulso al concepto de propulsar la economìa de mercado en funciòn social. Este sesgo iba a ser aplaudido por las fuerzas de izquierda, y algo censurado por los liberales; pero en esencia estàbamos ante un documento que establecìa las pautas para un armònico decursar de la sociedad cubana en aras de lograr la libertad y la felicidad de todos sus hijos.
Es verdad que siempre faltaron las disposiciones complementarias que llevarìan a la pràctica muchas de las intenciones del referido cuerpo legal, y que los gobiernos autènticos de Grau y Prìo insistieron en no pocos vicios y lacras que arrastraba la Repùblica; pero nada de ello pudo justificar el zarpazo de Fulgencio Batista contra las instituciones de la naciòn aquel funesto 10 de marzo de 1952. Cierto que se alzaron voces en contra de la felonìa, mas la paràlisis en que se hallaba la Repùblica propiciò que el nuevo hombre fuerte de Cuba consiguiera su objetivo de tomar el poder, primero, y tratar de otorgarle visos de legalidad a su espuria actuaciòn en un segundo momento. Nuevamente el tejido republicano sufrìa un daño severo; un daño que, no obstante, solo serìa el preludio de lo que iba a suceder despuès.
Unicamente en condiciones de extrema apatìa ciudadana hacia los valores que encarnaba la democracia representativa en la Cuba de 1959 pudo darse el desgajamiento paulatino de todos los mecanismos institucionales que, de funcionar correctamente, eran garantes del Estado de derecho. El sufragio universal, el derecho de propiedad, las libertades individuales, la independencia de poderes, la libre entrada y salida de los nacionales de la tierra que los vio nacer, la posibilidad de escoger la educaciòn que deseàramos para nuestros hijos..., todas esas conquistas fueron cayendo una a una en medio del delirio de una masa nada despreciable numèricamente. La legitimidad democràtica deba paso a la legitimidad revolucionaria en medio de una hipnosis social que recordaba a la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin.
Se producìa un salto cualitativo en el despotismo, un estadio nuevo que profundizarìa las grietas de la incivilidad nacional. Porque Machado y Batista fueron, quièn lo duda, gobernantes de mano dura que con frecuencia ensangrentaron nuestro panorama polìtico. Pero ellos eran conscientes de que sus actuaciones fuera de la ley debìan de estar limitadas en el tiempo y, sobre todo, en la viabilidad de construir otras divisas que sustituyeran los estandartes clàsicos de la democracia. Se proyectaron, en consecuencia, como gobernantes autoritarios.
Con el advenimento de Fidel Castro al poder, en cambio, la provisionalidad revolucionaria trascendiò lo coyuntural para adquirir ribetes de ortodoxia. Los valores tradicionales de la democracia representativa no solo fueron proscritos, sino ademàs permutados por cruzadas emergentes que en apariencia iban a inaugurar la era de la democracia participativa, pero en esencia terminaron por cerrar los canales de actuaciòn de la sociedad civil. La paz de los sepulcros acabò por enseñorearse sobre el cielo de la patria, muchos de cuyos hijos ni imaginan siquiera que es posible disentir del discurso oficial. Asistimos entonces a un sistema totalitario.
Como vemos, no basta con poseer instituciones para disfrutar permanentemente de los beneficios de la democracia. Es menester que las mismas se respeten y que exista la voluntad ciudadana de tornarlas duraderas. Un Estado de derecho es aquel en el que se respira transparencia, estabilidad y donde el futuro es màs o menos previsible. Todo lo contrario a esos sitios imponderables en los que la opiniòn de una camarilla, un partido o un caudillo es la ley. Solo en ese Estado de derecho seremos acreedores de la confianza internacional y la de nuestros propios compatriotas.
Un ejemplo recurrente: podemos estar a favor o en contra del presidente norteamericano George Bush, celebrarlo o criticarlo, pero podemos confiar en que èl terminarà su mandato el 20 de enero de 2009. No hay cobertura para un vuelco en la constituciòn de ese paìs que le permita dilatarse en el poder. Desconfiemos, a la inversa, de esas naciones cuyos presidentes, aun antes de empezar a gobernar, sueñan con asambleas constituyentes para modificar mecanismos, cambiar constituciones, refundar naciones, en fin, adaptar las instituciones a su conveniencia. O no màs en el 2004 ò el 2005 y ya realizan planes de lo que haràn en el año 2021 ¡Como si el gobierno de la repùblica fuese una finca particular!
No debemos descansar hasta tanto se logre que la ley sea autònoma con respecto al poder, y nunca una emanaciòn del mismo. Tal vez radique ahì una brùjula con que orientar nuestra existencia en este tùnel oscuro del alborear del siglo XXI. Y no es poca cosa haber encontrado un rumbo. No olvidar que muchos de los que apostaron por subirse en el carro del sentido de la Historia terminaron desilusionados. Porque, al decir de Octavio Paz, la refutaciòn màs convincente de todas las filosofìas de la Historia es la propia Historia, esa pieza de teatro sin pies ni cabeza.

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