martes, 14 de abril de 2009

A LA VENTA QUE BUENO BAILA USTEDA

(fragmento de la novela Que bueno baila usted)

Cuando el liberto habanero fue a visitar a su pariente por sangre de nación, el Rey de Santa Isabel de las Lajas, Ta Ramón Gundo Moré, llevaba dos palitos en las manos.
Inútiles le debieron parecer al alto dignatario aquellos graciosos instrumentos, dizque músicos, acostumbrado como estaba, generación tras generación, a llamar al espíritu de sus ancestros y dioses con tambores construidos con duras maderas y cueros de chivo curados al sol.
Sin embargo, el liberto José Manuel Peralejos de los Gundo, un mulato de espalda cuadrada, piernas fáciles y espíritu licencioso, ataba su sentido musical a aquella profunda voz que sentía desde que estaba en el vientre de su madre, brotando del fondo marinero de la bahía de San Cristóbal de La Habana. Era un eco vegetal que escondía un tiempo de vez en vez con cierta persistencia, dividiendo el compás.
—¡Son gotas de madera! —dijo Federico García Lorca al escucharla bordeando aquel ritmo de semillas secas, cuando pasó por La Habana rumbo a Santiago de Cuba en su coche de aguas negras.
—A veces no sé si la Clave canta o llora —contestó la anfitriona del andaluz, la poeta que se exilió en su propia patria hasta la muerte.
—¡Tiene algo de gitana!
—Y de negro.
—Los gitanos también son negros.
La Clave no hablaba en lenguas viejas ni sabía de brujerías, por eso nunca iba a las fiestas del santo. No vino de España con los hombres de mar. La estridencia de las castañuelas la irritaba y la voz trebejosa de las tejoletas le resultaba desabrida e inconsistente. No quedó como elemento sobreviviente de aquellos seres de piel aceitunada a los que la benevolencia del clima les permitía andar sencilla y naturalmente como si todo el cuerpo fuera la cara, y que Cristóbal Colón, el más iluminado de los almirantes de antaño, cuando buscaba nuevas rutas para el comercio, los llamó indios, con la ignorancia de creer que Haití era Cipango y que Cuba era la China, y que los moradores de Japón y China eran los habitantes del país de las vacas sagradas.
Había nacido en medio de la Bahía, vigilada y protegida por la Virgen de Regla, en aquel nido de barcos azucareros, de las manos, de las entrañas de los condenados a remar, de los negros de carga y descarga del muelle, de los esclavos descascaradores de troncos, de los mulatos carpinteros y libertos ebanistas. Por eso su canción doliente a veces tomaba la distancia del forastero. Otras, evocaba la soledad de las celdas, el alma bagarina, la pena de los condenados, el dolor y el ansia de libertad de los sometidos a latigazos.
Al caer la canícula, el vulturno concentraba la catinga en el batey.
—Hay olor a negro —dijo el párroco, y se recogió en la iglesia, no sin antes correr la mirada por los linderos. Había trajín en el barracón.
El día anterior el mayoral tuvo a un mandinga atado a un poste hasta la puesta del sol por haber robado bacalao del almacén para dárselo a una negra encinta, que se lo comíacrudo. Luego le colocó una argolla de acero en el tobillo unida por una pesada cadena a un madero de media arroba, para que lo cargara por un par de meses o —¡te doy doscientos azotes, condenao! —gritó el canijo y amenazó con amarrar a la preñada de pies y manos a cuatro estacas y darle seis latigazos boca abajo—, para que acabes de parir, ¡desgraciá!
—¡Dios los salve! —dijo el Cura.
En el Cabildo de los congos del barrio La Guinea se desataron los cueros en un frenético retocar que se oía de ingenio a ingenio, liberando los espíritus de la ansiosa negrada que se remontaba a sus lejanas tierras. Un bozal, bajo de estatura y envuelto en carne, con rayas en la frente y los dientes cortados en forma de luna, hacía entrechocar las canillas de un muerto, evocando su spíritu, convirtiendo el misterio en un sonido vivo que hablaba y ordenaba en voz baja. Un muriaca viejo, con los ojos rojos, una estrella en la frente y otra en cada sien, que respondía, aunque sin pronunciar palabras, al nombre de Lorenzo, cargaba los tres tambores batá. Atado por los extremos con cuerdas de tripa de chivo le colgaba el iya del hombro izquierdo, el itotele del derecho y el ikonkolo del cuello, palmoteando a uno y otros por los extremos, según quisiera un sonido u eco determinado.
A veces soltaba la bemba en un enfurecido temblor, en el mismo momento en que le imponía al ritmo nuevos bríos. En ocasiones levantaba la cabeza, como buscando el cielo con los ojos errados, y lo desaceleraba. Lorenzo entonces procuraba otras épocas, otros confines para llevar y traer el espíritu de los muertos y dioses al bembé, con el tambor.
Había rayamientos de palo. Se veían las veintiuna pilas de polvo de diferentes palos del monte, tostados al fuego...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Extraordinaria novela,imaginativa y al mismo tiempo sensible y descriptiva del musico,del hombre y del cantante.Ricardo