lunes, 11 de junio de 2012

BENNY MORE Y ERNEST HEMINGWAY

fragmento de la novela Que bueno baila Usted
faisel iglesias
www.librosenred.com

De la bahía donde desemboca el Gran Río del Norte, llegaban aquellos barcos quejumbrosos, movidos por velas a todo viento y remos de galeotes y bagarinos. Con la marinería se esparramaban, por la Avenida del Puerto y las callejuelas de la ciudad vieja, los turistas, agentes de viajes y hombres de negocios, procurando el ambiente de bares con mujeres y guaracheros. Era una tradición que permanecía vigente en la época de los vapores. Un vínculo ancestral unía a ambos pueblos. Los tambores, claves y marugas cubanas no les eran ajenos a los hijos de la desembocadura del Mississippi, por lo que los músicos del delta buscaban el sabor del son y los isleños procuraban el swing del jazz.

−What is Cuban son, man? −había preguntado un turista tan pronto se bajó del barco.
Jazz con clave, mi socio −contestó un mulato trovador desde el bar de la esquina.
−Oh, yea!

Desde los primeros tiempos de España, sus músicos arribaban a la Isla con el deliberado propósito de cantar, bailar y agregarle al cimbaleo rítmico del jazz los repiques de los tambores del Verde Caimán del Caribe, para que se les montara el santo.

Después de dejar unos aredyés[1] en el tronco de la ceiba de la Plaza de Armas amarrados con tiras colora, unos negros con congas, quinto y tumbadora formaron una rumba frente al Palacio del Segundo Cabo. Desde la acera frente al portal del Palacio de los Capitanes Generales, salió un mulato tocando claves, vestido con una colorida guarachera y zapatos negros bordeados en blanco. Desde entonces la estridencia de los tambores se contuvo por unas notas producidas por los entrechocados corazones de ácana, que no seguían el orden natural, haciendo de vez en vez un silencio que se llenaba de emoción. Un turista recién llegado, impulsándose con el ritmo de los tambores, sacó de la funda una trompeta y comenzó a improvisar una lejana pero íntima melodía, cayendo siempre, como por sorpresa musical, dentro del patrón que, al parecer sin proponérselo, marcaban aquellas reducidas médulas de árbol, manipuladas por las leyes del arte. El negro del quinto cantaba en lengua lucumí. Una negra vestida de blanco, recién bajada del barco, se arrebató, dio un par de brincos, se echó a llorar y cayó desmayada. Rápido pretendieron llevarla a la Casa de Socorros a fin de que la examinara un médico de emergencias.

−¡Déjenla! −gritó, apartando a la gente, un negro vestido con zapatos, pantalón, camisa y gorro blancos, y muchos collares de piedras verdes y amarillas. Se le acercó, puso en la frente de ella sus manos de Orula, le hizo tres cruces con el índice en medio de la cabeza, le sopló los oídos y comenzó a hablarle en lenguas viejas.

La mujer, tendida en la acera con los ojos cerrados, respirando profundo, poco a poco volvió en sí.
− ¿Qué le pasó? −preguntaban los transeúntes.
− ¡Se le montó un muerto! −dijo alguien.
−La cogieron de caballo.
− ¡Se le subió el santo!

En el Templete estaba Bartolomé Maximiliano Moré cantando con su guitarra canciones trovadorescas, percibiendo a distancia las melodías que dejaba en el eco el negro trompetista del Misisipi. No se acercó; sabía que el trompetista seguiría colocando aquellas notas en las estrellas de la noche hasta el amanecer del nuevo día y que lo de la negra no era enfermedad.

− ¡De eso sé yo! −dijo riendo, y pasó de nuevo el sombrero−. ¡Cooperen con el artista cubano!

En una de las mesas del restaurante estaba el Gringo Grande de los hombros anchos, pecho firme, pies de elefante y ojos alegres e invictos, que andaba siempre por las calles de La Habana, con un pantaloncillo por las rodillas, roto por el fondillo, barba semanal y gorra de pescador, dándose en los bares de las esquinas unos largos tragos de daiquiri con ron doble, a los que llamaba “papas”. Se sentaba frente a los mostradores a pensar y escribir en servilletas unos párrafos luchadores y compulsivos, al margen de aquellas bullarangas de bares de puerto.
Era un personaje arrojado al torbellino de la acción, a la complicidad del amor y la fraternidad humana. Su inagotable poder creador lo abocaba, por temporadas, a las soledades. Había nacido para protagonista de los más grandes y dramáticos eventos: dos guerras mundiales, el conflicto chino-japonés, la Guerra Civil Española, la rebelión de los Mau Mau, tres accidentes de aviones detrás de los leopardos en el continente negro y cuatro matrimonios.

“Es el escritor más caro del mundo”, comentaba José Lezama Lima con ironía, mientras soltaba unas bocanadas de humo con su tabaco de siempre, sentado en el balancín de madera en su casa de la calle Trocadero.

Su madre lo quería músico (él adoraba a Pablo Casal); su padre lo soñaba médico, pero eligió ser escritor. Por ella era lírico; por él (que le regaló su primer rifle de caza, lucha y muerte), aventurero.

Era amigo de la chiquillada de La Habana, que andaba detrás de los turistas en busca de centavos; de los cantineros, las prostitutas y artistas ambulantes de aquella ciudad que caminaban con sus cartulinas y lápices de colores, haciendo dibujos a mano alzada unos, y otros con bongó, guitarras y maracas, cantando guarachas, sones y boleros para extenderles el sombrero a los forasteros: “¡Coopere con el artista cubano!”.

Le gustaba quedarse hasta tarde en los bares y cafetines, porque necesitaba luz en las noches. Tenía completa conciencia de que no se era un gran escritor impunemente, y de que el espionaje divino se pagaba caro.

Aquel día, sin embargo, el Gringo no tomaba, no leía ni escribía sobre la servilleta. Estaba malhumorado. Había veces que desaparecía y la prensa daba noticias de él en las nieves de Sun Valley, en las laderas de Castilla, en las verdes colinas de África o en los canales de Venecia, en aventuras que emulaban las de sus más fantásticos personajes. Se trataba de un ser vulnerable pero terco, seguro de que podía ser destruido pero jamás derrotado.

Se comentaba, por los estibadores del puerto y los pescadores de Cojímar[2], que se había caído a tiros con su mujer, una gringa que se bañaba encuera en el mar como si solo ella existiera en el mundo, porque le había cortado unas raíces de un árbol del patio que se le metían en la casa y lo amenazaba con envenenarle su ejército de perros y gatos y ahuyentarle las palomas del alero.

Lo acompañaba un niño de piel blanca, pelo blanco, camisa blanca y pantaloncillos y medias blancas por las rodillas.

Bartolo seguía cantando sus canciones al compás de su rayado de guitarra. Un chiquillo carniprieto, descalzo, descamisado, de vientre inflado y mechones de cabellos cayéndole sobre la frente, se paró delante del Gringo. Le dio la vuelta, sin dejar de mirarlo. Se detuvo ante el Gringuito; le sonrió y comenzó a hacer garabatos sobre un papel de estraza. Después, sin quitarle los ojos de encima, caminó de espaldas hasta chocar contra la pared. Frunció el ceño, pegó la mirada en el papel, volvió a observar como con reparos al Gringo y al Gringuito. Borró par de trazos, los corrigió, se les acercó de nuevo y, extendiéndole el dibujo, le dijo al Gringo Grande:

− ¡Coopere con el artista cubano!
− ¡Cuando un escritor está pensando no se le interrumpe! −gritó. Tomó el papel en las manos, lo miró−: ¡Mejor que ese los hace mi hijo de siete años! −dijo. Y lo tiró contra el piso.

El aire de mar, sin embargo, no lo dejó caer al suelo; y el dibujo, con sus alas de papel, salió volando por entre la muchedumbre que iba y venía por las estrechas y empedradas calles de la ciudad indiferente.

−Sí, pero su hijo tiene un padre millonario y puede ir a la escuela −le contestó retirándose, observando cómo su arte, impulsado por el aire, se abría paso por entre la multitud.
− ¡Oye! ¡Oye! ¡Ven acá!
− ¡Diga, señor!
− ¿Qué tú quieres? −le preguntó con voz gangosa y los ojos humedecidos el Gringo Grande.
−Comer.
− ¡Cantinero!
− ¡Diga, Hemingway!
−Que nunca le falte la comida. Yo la pagaré siempre −dijo, mientras unas lágrimas corrían por su barba blanca, hasta que su mano de hombre de hierro las dispersó.

Por entre las mesas, como convocada por el instante, venía una mulata con una copa de daiquiri en una bandeja a la altura del hombro izquierdo y, en la diestra, un vaso de ron. Le dio el vaso a Bartolo, dejándole una mirada por sobre el hombro, que lo calibraba de arriba abajo y siguió con su andar nalgueador hasta la mesa de Hemingway. Camarera, camarera/Tú eres la camarera de mi amor.
− ¡Toma tu Papa! −le dijo la mulata, con cierto tono mimoso, a Hemingway, que mal simulaba indiferencia.

Hemingway la miró por sobre el hombro y, sin mover la cabeza, corrió la vista por donde el trovador, que los observaba. El vientre de la camarera estaba ligeramente inflamado. Los dos hombres miraron de nuevo a la mujer y después se clavaron los ojos. Ninguno pronunció palabra. Hemingway se levantó, le dio una patada a una lata que llegó al mar y se hundió haciendo burbujitas que apenas podían aflorar en las contaminadas aguas de la Bahía, y salió a la acera para seguir su rumbo.

− ¡Heming! ¡Heming! −lo llamó con insistencia la camarera.

Hemingway se volvió. La miró con las mandíbulas pegadas al pecho y el ceño fruncido, gesto que acentuaba su carácter terco y su semblante duro: le puso la mano en el vientre y dijo:

−Se puede ser infiel, pero no desleal −y siguió rumbo al Hotel Ambos Mundos a escribir de pie, mirando por la ventana abierta la Bahía de La Habana: Camarera, camarera/Tú eres la camarera de mi amor.
Bartolo siguió cantando y tomando ron.

Meses después, el Sargento Taquígrafo desde la Primera Magistratura, invitó al Nobel a un homenaje en el Palacio. Sin embargo, a Hemingway lo vieron acompañando a la camarera a depositar los restos del natimuerto en el campo santo. Desde entonces, no se sabe si el nombre de Papa que le gustaba que le dijera la camarera, se debía al trago de daiquiri con ron doble que prefería o a una frustrada paternidad.

[1] Arayé: Revolución, guerra, Alboroto, envidia, mala fé.
[2] Pueblo de pescadores del norte de La Habana, cuyos pobladores inspiraron la novela El viejo y el mar de Ernest Emingway.

No hay comentarios: