FRANCIS FUKUYAMA 2
No existe ningún vínculo necesario entre la desigualdad social y la habilidad de una sociedad para sostener una democracia liberal exitosa. Dado que las democracias liberales están enraizadas en las economías de mercado y buscan proteger las libertades individuales, es inevitable que generen desigualdades. La legitimidad de una democracia no se basa en su habilidad de garantizar que todos obtengan los mismos resultados; más bien, se basa en la idea de que todos pueden mejorar su situación mediante su esfuerzo y habilidad, si no para sí mismos, al menos para sus hijos.
Sin embargo, existe mucha evidencia de que las sociedades que están sujetas a niveles elevados y persistentes de desigualdad, especialmente la desigualdad que se transmite de una generación a otra, no llegan a formar buenas democracias. Este es el caso en gran parte de América Latina, que es la región del mundo más aquejada por la desigualdad como expone el Informe Regional sobre Desarrollo Humano que hoy lanza en Iberoamérica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. El resultado es que existe una continua lucha de clases. En las generaciones anteriores, los gobiernos militares abolieron la democracia para proteger los intereses de los grupos de élite. Hoy en día, las instituciones democráticas liberales se han erosionado a manos de gobiernos populistas en países como Venezuela y Nicaragua, que buscan corregir las injusticias sociales. Una democracia endeble no es resultado del populismo, sino que es síntoma de un problema de desigualdad más profundo.
Aunque existen muchas causas históricas para la desigualdad de una región, los orígenes recientes son claros y residen en la política fiscal. Algunos estudios recientes del Banco Mundial, la OCDE y el Banco Interamericano de Desarrollo han mostrado que los países de América Latina no exhiben un nivel de desigualdad en los ingresos antes de impuestos y gastos mayor que el que tienen las naciones desarrollados de Europa, América del Norte o Asia. Pero este último grupo hace un esfuerzo redistributivo sustancialmente mayor, ya sea mediante transferencias de ingresos de varios tipos (que es el patrón en Europa) o mediante la tributación progresiva (como en el caso en de los Estados Unidos). Después de tomar en cuenta los impuestos y los gastos, el nivel de desigualdad se reduce de manera sustancial en los países de la OCDE que no pertenecen a América Latina; en esta región, la desigualdad permanece sin cambios y en algunos casos aumenta. Los gobiernos latinoamericanos no necesariamente gastan menos en servicios sociales que los de Europa, pero la calidad de ese gasto es deficiente: tiende a dirigirse hacia grupos preferenciales, por ejemplo a los trabajadores sindicalizados del sector público o a la educación superior a costa de las escuelas primarias y secundarias. El efecto es que la riqueza se redistribuye hacia los más ricos y hace que la mayor parte de la población siga batallando en el sector informal.
El hecho de que la desigualdad esté arraigada en la política pública sugiere que existen formas sencillas de corregirla, mediante la redirección de los servicios públicos hacia los pobres. Y efectivamente, las políticas sociales innovadoras como los programas de Transferencias Condicionadas de Efectivo (TCE), tales como "Bolsa Familia" en Brasil u "Oportunidades" en México, han sido parcialmente responsables de la disminución de la desigualdad que se ha visto durante los últimos diez años.
Pero los programas sociales sustentables requieren de la participación de las élites, que son quienes pagan impuestos y cargan con la responsabilidad del gasto público. En Europa y los Estados Unidos, los estados benefactores redistributivos surgieron en el siglo veinte porque los partidos de centro-izquierda o de centro-derecha crearon un consenso entre ricos y pobres sobre la necesidad de tener mayor inclusión social. Las élites formaron parte de este contrato social, ya sea por un sentido de noblesse oblige o por temor a una revolución social. En contraste, América Latina ha experimentado, más comúnmente, una polarización de la política en la que una izquierda populista y una derecha oligárquica se enfrentan en una lucha de suma cero. Ésta es exactamente la clase de conflicto social que trágicamente ha surgido entre los "camisas rojas" y los "camisas amarillas" en Tailandia.
Por lo tanto, lo que necesita América Latina es que surjan partidos fuertes de centro-izquierda o de centro-derecha que sean capaces de reflejar un contrato social más amplio entre ricos y pobres. Los gobiernos necesitan promover programas sociales sustentables que ofrezcan servicios importantes a los marginados, pero que también creen las condiciones para fomentar el crecimiento económico y el espíritu empresarial. En las últimas décadas han surgido gobiernos de este tipo en Brasil, México, Uruguay y Chile. Esto, y no el populismo de los países de la ALBA, tal vez sea el acontecimiento político más importante que se está desarrollando en América Latina en la actualidad.
sábado, 24 de julio de 2010
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