domingo, 3 de agosto de 2008

QUE BUENO BAILA USTED

(fragmento de novela)

faisel iglesias


Doña Virginia, la mulata bruja y planchadora del Barrio La Guinea, descendiente directa del primer Rey de Santa Isabel de las Lajas, Ta Ramón Gundo Moré, habría de recordar por el resto de su vida la patada en la barriga que le dio la criatura que le saqueaba las venas, cuando lavaba las ropas contra las piedras del río.
- ¡Orisha de nacimiento! - exclamó el babalawo Ta Genaro.
- ¡Hay que asentarlo! - ordenó la Iyalocha.
Los viejos brujos sabían que había quienes se les manifestaba el Santo desde las edades más tempranas y los padres se veían obligados a "asentarlos", "rayarlos en palo mayombe" en medio de la cuarentena. Era una tarea peligrosa. Si el brujo se equivocaba y trocaba el Santo el muchacho se volvía loco.
La Iyalocha y el babalawo Ta Genaro mandaron al yerbero a buscar las plantas lustrales para la iniciación y darle sacramento, aché. El día de San Juan el Odisaín se levantó de madrugada, se subió en la barbacoa, despajó una mazorca de maíz y se echó tres granos en el bolsillo, porque estaba corto de plata y al monte hay que pagarle su tributo, la mukuta.

En mi Cuba nace una mata
que sin permiso no se pue` tumba`, eh
no se pue` tamba`, eh ...
Porque son orisha

Siguió para la arboleda y bajó un pollo de las ramas de la mata de mango, le amarró el pico y las alas para que no despertara al vecindario y se lo puso bajo el brazo. Un cantar de gallos se prolongaba de sitio en sitio, avizorando un día luminoso. El yerbero enderezó el camino del monte, con paso ligero y precavido para no llegar ni temprano ni tarde. Los palos duermen como cristianos y la hoja que se arranca dormida no hace efectos.
Quitándose el sombrero se inclinó ante el monte. Le dejó la mukota en el tronco del primer árbol. En la encrucijada, a los cuatro vientos, por donde pasan los santos y los muertos rezó un Padre Nuestro en congo, que es como mejor lo entiende el monte. Le explicó al Dueño del Monte los motivos de su visita, los fines que se proponía con las potencias de las plantas, ambivalentes todas, capaces de causar lo mismo un bien que un mal, como toda energía, como el viento que da oxigeno y tumba las casas, como el agua que calma la sed y ahoga y le solicitó el consentimiento para cortar las yerbas y las hojas.
- ¡Pague mukota! - le dijo el Dueño del Monte con voz telúrica.
- Papá, mire bien. Ya yo pagué. Pué recoger - contestó el yerbero.
Esa mata nace en el monte
esa mata tiene podé
Esa mata eeeee
Siguaraya
Se trataba de un proceso delicado. Cada yerba tiene su dueño poderoso que siempre está mirando. Son misteriosas. El yerbero debe tener en cuenta su voluntad inteligente, la manera de ser de cada hoja, el capricho de cada yerba, sus susceptibilidades, como la de cada animal, de cada bicho de la tierra que trabaja en colaboración. Hay plantas que hincan si no las saludan, mueren si no les pasan la mano, lloran si no les hablan. Algunas producen hinchazón si te cobijas sin su permiso bajo su sombra. Las hay que atrapan al intruso y le chupan la sangre. Otras, si no les cantan se entristecen.
El yerbero regresó antes del mediodía porque los paleros terminan sus trabajos cuando el sol está en el meridiano.
En el cuarto trasero de la casa un grupo de Iyalochas, cantando animadamente, comenzaron a estrujar el montón de hierbas y las hojas. Las espinosas las machacaban en el pilón para extraerle toda la virtud. Después las echaron en siete cazuelas con agua y, silenciosamente, sin permitir el toque de tambores, le lavaron todo el cuerpo al muchacho, comenzando por la cabeza y le pusieron el collar simbólico de su orisha.
De allí salió el niño con la piel lisa, fresca y la voz clara, diciendo frases rapidísimas con una dicción perfecta para invocar a los orishas con sus cantos y rezos. Era el comienzo de un arduo proceso de aprendizaje y consagración. Apenas gateaba lo llevaban a las fiestas oshas de los lucumíes en el centro San Francisco y a los plantes de los congos en las ceremonias de mayombe, recibiendo protección y clases magistrales de canto, baile y toque de tambores yuka, insundi, makuta y bembé, invocadores de deidades, del babalawo Ta Genaro y de los demás maestros del Cabildo quienes lo trataban como lo que era; un Orisha y Príncipe Heredero, y lo educaron como tal.
Muchas veces el babalawo Ta Genaro, andaba de la mano con aquel chiquillo falacioso de pantalones remangados y pies descalzos, hablándole en lenguas viejas, advirtiéndole una y mil veces que no siempre siguiera a las palabras hasta el fin, porque la verdad y la embustería muchas veces tienen la misma cara y podé perdé en los largos caminos de la ilusión y después no te dejá poné los pies en la tierra, mi`jo. Sentados en el tronco de la mata de ceiba, donde dejaban no se sabe qué brujos, gallinas muertas amarradas por el pescuezo con unas tiras colora, platanitos maduros, corojos y otros maleficios, el viejo maestro le daba resguardos, que el muchacho se echaba en los bolsillos y otros se los daba para que los pusiera detrás de la puerta y en los rincones de la casa, para que bilongos no pode entrá, carijo, mientras le contaba historias de guerreros de nación que jineteaban fieras, se transformaban en humo, fuego y después se perdían en las nubes rumbo al cielo, donde nació y se acaba el mundo y de día duermen los santos. Al oscurecer se evaporaban como el agua y caían sobre el enemigo como rayos y centellas, caray.
- ...
- ¡Cuidado con los bilongos chinos! Ningún brujo chino deshace la moruba de otro chino. Ellos siempre están de acuerdo. Comen verdolaga con sesos de murciélago, para tener fuerza en la mirada. Leen los pensamientos. Por eso cuando uno va ya ellos vienen. Las isleñas también son bilongueras. Se montan en un palo de escoba y salen volando. Las isleñas son bilongueras por culpa de los isleños. Se compraban dos o tres negros y una negra y al final la negra iba a parar al catre. Entonces la isleña se aparecía de madrugada y revoleteaba en el techo de la casa. Pero si había nacido una mulatita bonita se iba porque no les gusta hacerle daño a los inocentes. Una bruja de Canarias le mando a decir a su marido con un sobrino que se iba a aparecer en el bohío. La noticia le entró por un oído pero no le salió por el otro. Iba dando traspiés por todos los campos de Cuba, agarrándose de palma en palma para no caer en la tierra, hasta que murió de miedo en la cuesta de un arroyo. Allí hay una cruz. Dicen que el que se acerque la bruja le cae a escobazos. Mi abuelo era isleño. Le gustaba templar la bandurria. Me enseñó que no se puede hablar cuando se come gofio.
- ...
- Hay que atender a los santos para que no se nos monte un muerto – le repetía el babalawo Ta Genaro, a Bartolo, recordándole los ataques de rebato de los ahijados de Pancha la bruja, como le decían al final de su vida a Ña Francisca. Con un trapo sucio en la cabeza, ya utilizaba el fundamento de bastón. Sin quitarse el tabaco de la boca, más que rezar parecía pelearle a los orishas. Dejaba los caminos y se perdía en los matorrales y se olvidaba de darle de comer a los santos. Mal atendidos, con el tiempo, el fundamento se diluía. Para que los muertos no se les montaran a sus ahijados les hacía tres nudos en los pañuelos y les amarraba una tira en el dedo del medio del pie. Sin fuerza para apretar, andando descalzos, a los ahijados de Pancha se les zafaban los nudos y caían en la tierra, poseídos por los espíritus.
- ...
En el río hay que estar atento a los güijes. Son la infancia perseguida de los esclavos cuando se les escapaba el alma del cuerpo después de los latigazos y aparecen en el agua, recordaba que le contó Cos Causse cuando lo encontró llorando en la arboleda por el abuelo que la mar había echado de ola en ola en la playa de Santiago de Cuba en un caracol.
- ...
Amigos del fuego y de los rayos, los güijes asoman los ojos a través de las aguas y andan iluminados por los cocuyos, alertando a los negros con el chirriar de los grillos, el siseo de las lagartijas, el canto de los pájaros y el croar de las ranas. Entonces el esclavo, iluminado en las noches, sin que el Mayoral lo pudiera ver, cogía el camino del monte que es donde viven los Orishas, que son los santos de los negros y los Eggún, que son los muertos, porque ¡el monte está lleno de difuntos! y los Eshu, que tienen espíritu oscuros. En el monte nació Jesús sobre un montón de yerbas. Y para irse para el cielo se fue a morir al monte Calvario. Por eso en el monte hay que andar con mucho cuidado y respeto. Y al fin, el negro bueno con los orisha y los muertos, el monte lo protege y lo deja vivir en el palenque, que era la casa de la libertad de los negros.
- A veces los güijes están escondidos en las güiras secas y salen a liberarse en vuelos de pájaros, cantando como sinsontes - le decía Ta Genaro.
Bartolo aprendió a templar el cordobán, a caminar como los brujos, a hablar como los negros de nación, a gritar como los condenaos y a cantar como los pájaros del monte. A veces se detenía a observar el vuelo de las palomas, los colores del arcoíris, y a escuchar el susurro de las aguas con las piedras en los cauces de los ríos. Otras veces, se detenía a cantar o hablar solo ante la mata de guácima de la orilla del camino real recordando el tormento del cimarrón ahorcado en la rama más alta. Se hizo invocador de orishas, maestro de tambores. ¡Oló Bata! ¡Akpwón!
El Mayoral me está pegando
Mi Dios, que dolor
¡que dolor!
Mi Dios, que dolor.
Habia un rincon de su ser en que el cielo le parecia dividido. Y cuando la duda lo agoviaba descubrio que cualquier parte es el centro del mundo. Ese lugar era su verdadero "Yo" Una vez situado plenamente en su propio ser se dio cuenta que habia encontrado su sitio en el mundo. Fue la época en que cogía un cajón y el cajón se volvía un tambor. Y cuando cantaba hacia bajar a todos los santos. Los secretos de las artes de sus ancestros comenzaron a incorporárseles de manera tal que renacían en él con la originalidad de las creaciones divinas. Se construía guitarras con tablas e hilos de coser, timbales y bongós con latas de galletas y leche condensada. Le abría un hueco resonante a las güiras secas, le fijaba unos flejes para sacarles unos sonidos de baja sonoridad pulsándolos con los dedos. Desramaba cuanto árbol frondoso crecía a las orillas de los ríos y arroyos, en busca de sus duros corazones para hacerse las claves, bajo la atenta mirada del viejo babalawo Ta Genaro, para acompañarse en sus cantaletas y bailes encima de las mesas de las casas del vecindario.
- ¡Sácale un bocao a esta hembra! - le decía algunas veces Ta Genaro, cuando Bartolo tallaba el corazón del árbol.
- ¿Para qué?
- Para que baje la voz.
Era cierto. El tono de la Clave no lo da la fuerza del golpe, sino el grosor, el tipo de madera, la longitud, la manipulación, la profundidad de la nuezca, el ahuecamiento que se forme en la mano, circunstancias muy tenidas en cuentas a la hora de armonizar mejor con otros instrumentos en un conjunto musical.
Para constatar la musicalidad del sonido, Bartolo se volvía de espaldas al viejo Maestro quien daba tres toques con cada par de clave. Bartolo se ponía la mano en la oreja y fruncía el ceño:
- Esa es la de granadillo.
-¿Cómo lo sabes? - preguntaba Ta Genaro.
- El toque es más fino.
- ¿Esta otra?
Bartolo cerraba los ojos
- Esa es la curada.
- ¿Cómo lo sabes?
- Tiene la voz bajita.
- ¿Esta?
- Esa es la hembra gorda.
- ¿Por qué?
- Tiene la voz opaca.
Ya desde entonces cuando se inspiraba, recordando la Clave, Bartolo se agarraba la oreja y se metía el índice en el oído, como para escuchar sólo la música que llevaba dentro, y que le venía, al parecer, desde las más profundas entrañas de la tierra, desde los más lejanos tiempos, o le bajaba directamente del cielo y la captaba con aquellas dos antenas divinas que tenía a los lados de la cabeza.
-¡Muchacho, chillas como un condenao! - le decía Doña Virginia para que dejara sus improvisaciones que la tenían como loca el día entero.
- ¿Dónde está tu hermano? - le preguntó una noche Doña Virginia a Teodoro, al levantar la mirada de la ropa que planchaba y no ver al pequeño Bartolo recostado a la pata de la mesa, velándola para que no se durmiera y quemara el bohío y los trajes de los ricos.
- Está p`al son.
- ¿Cómo?
-¿Tú no lo oyes?
Doña Virginia sacó la oreja por la ventana.
- ¡ Echa el oído por el rumbo de El Guayabal! - le dijo Teodoro.
Era de madrugada y Bartolomé Maximiliano Moré apenas tenía siete años. Doña Virginia, con un gajo de guayabo en la mano y una toalla en la cabeza para cobijarse de la frialdad de una luna clara y redonda, que estaba parada en el borde del cielo, tomó el rumbo de la música. Teodoro la seguía poniendo sus piececillos en cada huella que dejaban en la tierra los pasos de la madre enfadada, para no perderla de vista en medio de la noche. Bartolo estaba sin zapatos, sobre una mesa, cantándole a los presentes, pero al ver a Doña Virginia que se acercaba de manera amenazante, comenzó a cantarle improvisados versos que le inflamaron de orgullo su pecho maternal.
Ha llegado la señora
con un chucho en la mano
Y como es buena cantora
y yo también soy bueno, mi hermano
la invito conmigo a cantar,
bailar, y a improvisar
los sabrosos sones cubanos -
Y cerró con la melodía del Punto Espirituano. Los vecinos entonces comenzaron a darle pies forzados para que entonara el punto trinitario.
Esas eran las formas más famosas de hacer música los hombres del campo en la zona central del Verde Caimán. Casi en su totalidad las tonadas o puntos guajiros eran de origen español, tocadas con guitarras, laúd, clave habanera y los instrumentos fricativos de los aborígenes: calabazos con estrías y güiras rellenas con piedras, que después de procesadas con pericia artesanal culminaban en las sonoras maracas, marugas y güiros. Los cantantes improvisaban melódicas décimas, cuya naturaleza sentimental venía con el aislamiento del hombre del campo, traído muchas veces de allende los mares, que como ave cantora denotaba los parajes adonde se había posado definitivamente, por lo que a sus mejores exponentes, los identificaban con el nombre del lugar y el de un pájaro: El Jilguero de Cienfuegos, La Calandria de Matanzas, El Zorzal de Jatibonico.
- ¡Este es el sinsonte de Santa Isabel de las Lajas! - dijo uno de los vecinos, deslumbrado por la maravilla que guardaba en su alma y que desgranaba por su garganta. Bartolo se sintió consagrado.
-¡Óyeme, vamos! - le dijo con severidad Doña Virginia, tomándolo por la mano, preocupada quizás por el hecho de que el elogio prematuro lo pudiera convertir, andando el tiempo, en un parrandero empedernido.
-¡Déjelo un rato más, Doña Virginia! - le dijeron los dueños de la casa. Y la actuación de Bartolo se extendió por horas.
De regreso la madre ya había soltado el guayabo con el que pretendía azotarlo. Bartolo lo recogió de la tierra y lo hizo su cabalgadura. Doña Virginia traía las claves del chiquillo junto al pecho.
"¡Dios mío, qué irá a ser de este muchacho!", se dijo a sí misma, recordando que otras veces se lo encontraba encantado con las melodías de las gaitas y la armónica sonoridad de un rayado gitano de una guitarra que oía desde los alrededores de la Sociedad de la Colonia Española, cuando al salir de la escuela, andaba detrás de los turistas, procurando unas monedas a cambio de sus canciones, con los zapatos amarrados por los cordones, colgando del cuello. Otras veces lo veía dándole vueltas a la lengua en el cielo de la boca, procurando con donaire un cante hondo, que por el lirismo y el ritmo interior que naturalmente le impregnaba, llegarían a ser con el tiempo sus inconfundibles boleros.
Vida, desde el día en que te vi
no sé lo que sentí
tal vez lo presentí,
que te quería.
-¿Qué hace un chiquillo a éstas horas por el vecindario? - le dijo Doña Virginia.
-¿ Mamá, tú estás peleando porque yo estoy cantando?
- Los niños no pasan malas noches.
- ¡Ahhhs, y las que pienso pasar!
- ¿Cómo?
- Yo voy a ser cantante famoso y te voy a dar mucho dinero.
- Yo soy la que voy a dar cuatro palos por perdulario.
- No vas a tener que planchar más.
- Te salvaste de ésta por los vecinos. - le enfatizó doña Virginia.
- Lo salvó el son - terció Teodoro.

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