miércoles, 20 de enero de 2010

EL PAIS QUE VIENE

Por Raul Rivero

Los activistas de los grupos opositores, los integrantes de las pequeñas asociaciones de la sociedad civil, los periodistas independientes, los bibliotecarios libres, los presos políticos y las Damas de Blanco, son los primeros ciudadanos cubanos que --en el hervor del peligro y las quemaduras de la pobreza-- viven con libertad en su país.

Ellos y otros cubanos, como los jóvenes blogueros y algunos artistas y escritores de las nuevas promociones, han conseguido, es verdad que a un precio muy alto (la prisión, por ejemplo), establecer en el plano político unas franjas despejadas y abiertas en las que se ha desterrado el silencio forzado por el miedo y la amenaza.
Son como islas pequeñas dentro del mapa de Cuba. Unas estancias amarradas por un aparato estatal implacable. Personas sin apoyaturas para producir bienes de consumo o pronunciarse mediante el voto o los medios de prensa, pero liberadas de la mano armada que les tapaba la boca y de los cartelones de propaganda que le impedían ver el escenario verdadero en el que viven.
A esos hombres y mujeres los rodea una atmósfera represiva que se ha mantenido vigente durante décadas. Una maquinaria vigilante que prepara, en unos minutos, un mitin de repudio, organiza golpizas y asalta la privacidad de la familia. Y, por otra parte, cuando el grupo de poder presiente algún peligro desata una fórmula obscena de justicia mediante la cual el mismo policía que te arresta, es después el juez y, al final, el carcelero.
Sí. Hay quicios de libertad en ese país. En esas soberanías se han estrenado algunas nuevas figuras de la alegría. Al mismo tiempo, son esos sitios los que reciben en directo la fuerza del régimen en su desesperación por no perder ni un pedazo más del territorio inmaterial que han dominado por medio siglo.
Para habitar en esos ámbitos conquistados con muchos años de trabajo y tenacidad hay que tener también serenidad y coraje. Allí se ha producido, hace unos días, la muerte de Gloria Amaya. Un símbolo de la resistencia y de la batalla por esos espacios, a los 81 años, con dos hijos presos (Ariel y Guido Sigler Amaya) y otro en el exilio, Miguel.
Es desde un punto de esa geografía intangible en el que Reina Luisa Tamayo habla y pide la libertad de su hijo Orlando Zapata Tamayo, en huelga de hambre en la prisión Kilo 7 de Camagüey, condenado a un total de 36 años --después de varios juicios celebrados en la cárcel.
De allá llega la voz de Alida Viso Bello con la denuncia de que su esposo, el periodista Ricardo González Alfonso, puede perder la visión por falta de asistencia médica. Y llegan noticias del deterioro progresivo de la salud de Oscar Elías Biscet, Normando Hernández, Adolfo Fernández Saíz y otros prisioneros de la llamada Primavera Negra del 2003.
De todas formas, ahí está, la sombra de un país que se sueña, vivo en la pena, en la confianza y en el riesgo de la anticipación.

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