I
−Muchas veces la muerte no es más
que una payasada. ¡El Benny muerto! De repente, aquel que hacía música del
silencio, aquella voz de voces que se volvía amor, alegría, dolor... ¿Inmóvil?
¿Bajo la tierra? ¿Aquel que nos iluminaba con sus noches? No, hombre. Por eso
yo no estaba allí, como no estaba él. Yo no me presto para tanta falsedad. El
Benny jamás será un muerto... Hay muertos que no están en sus entierros, decía
un poeta, hablando de los héroes. Y a mí
me gustan los poetas y los héroes. Unos dicen la verdad y los otros la son.
Oh,
oh, vida, si pudieras
Nadie creía en el capricho de
aquella hora sacudida por el viento del destino. El Benny se había pasado la
noche dando brincos en la cama. Amaneció con un sabor a estribo de cobre en la
boca. Para nosotros no era más que la lógica resaca de sus continuas
borracheras. Procuró la interjección musical que siempre hacía en sus canciones
para limpiar las cuerdas vocales…
“¡Eeeeeee!”
Pero, lejos de ponerse en
condiciones de dar las notas claras, sintió un punzante dolor en el estómago y
escupió un buche de sangre espumosa. El blanco de los ojos lo tenía amarillo.
Se tendió de nuevo sobre la cama, tomó un poco de agua y respiró profundo. Las
enfermeras entraban y salían de la habitación con rapidez. Generoso, al pie de
la cama, sólo las miraba. Los chiquillos del barrio, al no dejarlos entrar, se
turnaban, parándose unos en hombros de los otros, para mirar por la ventana
abierta al cielo y ver al Bárbaro tendido, mientras los galenos lo auscultaban
y le pasaban las manos por la frente. Tenía sombras en el rostro y el hambre de
la tierra en los ojos.
“¡Me voy, mi socio!”, me dijo con
resignación.
Un hombre tan terrenal, de
presencia tan cotidiana, nadie podía creer que iba a emprender el largo viaje.
Sabiéndose mortal, se portaba como eterno. Por eso nadie lo despedía. La vida
le tiene reservados trances a sus hijos predilectos. Toda transformación es
dolorosa y en ellas siempre se gana algo. Y, claro, hay que pagarlo de una u
otra manera. Y el Benny lo pagaba viviendo a una distancia cada vez mayor de lo
normal. Todos lo veíamos muy cerca de los inmortales, saboreando con ellos su
compás de música esclarecida. Lo sentíamos latir en nuestras propias vidas...
Vivir
la feliz noche
En
que los dos supimos nuestro amor, mi ben
Aquel mulato de anchos pantalones de dril cien y zapatos puntiagudos
de dos tonos, como los del Benny, entonó el bolero inconfundible, moviendo su
tronco al compás de un ritmo interior, con espacios silenciosos marcados por
los entrechoques de corazón de palo santo, para abrazar la melodía, mientras
con la cabeza marcaba aquel tiempo musical cuartado que parecía buscar en un
lugar muy dentro de sí, porque cerraba los ojos y levantaba las cejas, como
quedándose en suspenso.
Sentir que nuevamente
Es mío, mío
Tu cariño
Se dejó llevar por su propia voz. Me contagió el eco, su atmósfera.
Nos envolvió a los dos y nos trasladó. Comencé entonces a escuchar, en la
memoria, la canción que brotaba de aquella otra garganta invisible, pero que lo
llenaba todo con su presencia.
Saber
que eres de mí también
Por
siempre
“Acaba de morir Benny Moré”, dijo
un pasajero tan pronto subió a la guagua, sin que se le preguntara, con aquella
cara incierta. Nadie lo miró; lo oyeron con la resignación que produce en las
conciencias una frase de tales magnitudes, pero con la íntima convicción de que
semejante acontecimiento no podía ser verdad.
“Siempre hay notas que nos duelen,
nos desgarran el costado como la mordida de un animal salvaje. Otras, por
anunciadas, nos producen una angustia irremediable. Pero cuando aquel que
traspasa el ilimitado horizonte de este plano es un alma de luz, se produce en
nosotros una hondura, un registro, una ternura por esa hermandad por fin
liberada de las trabas de este mundo y exaltada a su eterna dimensión”… se oía
decir al Cura, por la ventanilla, con aquella voz de entonación milenaria,
frente a unos fieles de pie, cuando la guagua paró frente a la iglesia de la
calle Infanta.
“Lo mataron sus amigotes”, terció
otro, desde el fondo de la guagua, con cierto enfado.
Todos hubiesen querido taparse los
oídos. Yo no le presté atención. Del Benny, todos los cubanos éramos una cosa o
la otra. Cuando muere alguien cercano a tu corazón, tú recoges ese muerto y lo
metes dentro de ti, lo llevas siempre a cuestas. Por eso su vida, como su
muerte, era un asunto personal de cada uno de nosotros. Moriría cuando ya
ninguno tuviese vida, pero vivirá siempre en aquellas cosas que le puso la voz
o el dedo, en nuestras propias existencias.
“Se mató él mismo”, murmuró poco
después, como para sí, un anciano invidente que viajaba en el asiento
delantero, detrás de un tabaco que fumaba a trancos, dejando escapar un humo que se elevaba al infinito en unas volutas
que el aire hacía y deshacía a su antojo.
“Hay veces que la gente se come su
propia cara”, dijo alguien.
Todo lo creado, hasta lo que nos
parece más simple, es ya complejo y culpable. El bien y el mal nacen de la
misma semilla. Aquel hombre aparentemente sencillo era un puente de los
elementos que signaron su vida, de la historia, de las culturas que definieron su
ser. Su vivir al día, siempre por encima de las veleidades humanas; su sonrisa,
como un modo de convocar a la frescura del espíritu, a la cordialidad de los
caminantes; su avidez de canto y de alegría, esa inmediatez de sus acciones,
aquella abundancia de sí, la tremenda capacidad de donación, de despego a todo,
hasta de sí mismo, de trascendencia, quizás fue la máscara que Dios le dio para
su tránsito por esta vida.
Este
tiempo
Sin
tus besos
Yo
sufro
La verdad de las cosas tiene tantas mentiras,
y las mentiras encierran tantas verdades, que uno al fin y al cabo nunca sabe. Por
eso a la hora cero todo el mundo se pone las manos en tortita sobre el pecho y
mira para el cielo. Sólo Dios sabe. Pero nunca responde a nuestros llamados, a
nuestros ruegos. Un día detrás de otro como justicia y el silencio como
respuesta. A veces pienso que eso lo hace muy sabio y oportuno.
Son
mis horas de agonía
Sin
ti
“¡Maldito sea el alcohol!”,
sentenció una anciana.
El Benny hubiese soltado una
carcajada y, levantando su vaso de ron, brindando por ella, por ti, por mí, por
todos, por la vida; habría abrazado la victrola en cualquier bar de malos
tragos, como a una de sus mujeres de cada noche y, haciéndole la segunda voz a
sus propias grabaciones, habría cantado uno de esos boleros de medio filing,
como le llamaba Generoso Giménez a esa forma dramática que tenía el Bárbaro
para cantar sus boleros:
Oh,
oh, vida,…
No
te alejes
“Maldición de burro no llega al
cielo”, concluyó alguien desde el fondo de la guagua, con vaho a ron e
indignación, y se bajó. Yo no levanté la cabeza; no quería ver ni escuchar
decir palabras inciertas. No podía oír lo que se comentaba, aunque ya no se
hablaba de otra cosa. Para darle impulso a nuestros sueños se necesita un
horizonte sin fin y El Benny era nuestra ilusión.
Con que sublime intensidad
Nos quisimos
Por las noches, su
convertible blanco, lleno de músicos y amigos delirantes, pasa por las
empedradas callejuelas de la ciudad dormida que evapora sus canciones,
esperando siempre el retorno de aquel que se deshacía a cada instante para
restituirse como una luz en la suprema generosidad del arte.
Con
que sublime intensidad, mi bien
Nos
quisimos
Alto, delgado, soberano de sí mismo, sano y
duro como una palma. A veces lo veo parado en las ramas de los árboles,
cantando como un sinsonte. El Benny estará siempre donde se posan los oídos, donde se detiene
la mirada, donde late la vida, en el corazón de cada cubano. Lo siento en los
escenarios callados, en el palpitar de los enamorados. Ahora quizás no lo ves,
pero lo escuchas, lo padeces, lo disfrutas, lo vives. Está aquí donde estoy yo.
Está ahí donde estás tú. En todas partes, como sus sones, boleros, mambos,
rumbas, guaguancós y guajiras.
Este tiempo
Sin tus besos
Domingo Ferrer, el
mulato guapachoso, comprador de hojas de tabaco curadas para las capas de los
puros Partagás, no hablaba como otras veces, para los demás, para hacerse oír. Con la
mirada en las nubes, aislada de sus ojillos asiáticos, entre bocanadas de un
humo que desaparecía en las anchas ventanas de su nariz, aspiraba profundo,
como conteniendo las emociones en el pecho.
Yo sufro
"El Benny es uno de esos cantante
que Cuba siempre escucha.”, dijo como para sí y se fue.
Son mis horas
De agonía
Sin ti