martes, 11 de octubre de 2011

EL ESPIA Y LA LEALTAD

Por Carlos Alberto Montaner

¿Tendrá algún día René González la capacidad intelectual para darse cuenta de que no hay la menor virtud en ser leal al error y en servir a los verdugos? ¿Tendrá algún día la fortaleza moral que se requiere para admitir que ha consumido una buena parte de su vida defendiendo lo indefendible?

René González, el espía cubano-americano, cumplió el 85% de su sentencia y lo pusieron en libertad vigilada. Nada menos que trece años de cárcel. El otro 15% deberá pasarlo bajo supervisión del aparato judicial en Estados Unidos. Es lo que dice la ley, aunque el juez puede determinar que se vaya a Cuba. Eso es lo que él, sus hijas y su mujer, que también es un agente de inteligencia, desean. Eso es lo que Cuba solicita con vehemencia.

Por supuesto, el gobierno cubano piensa explotar estridentemente su regreso. Algo así como lo que hicieron con el balserito Elián. Ya se sabe: desfiles, manifestaciones, condecoraciones y mucha propaganda nacional e internacional. El gobierno cubano es experto en propaganda y manipulación de la opinión pública. Ama los fuegos artificiales. Es incapaz de producir leche para los niños –como se ha quejado hasta Raúl Castro--, o en evitar que el país se caiga a pedazos por la incapacidad de la burocracia y la inadecuación del sistema, pero es muy hábil construyendo, postulando y propagando falacias.

Esto es importante no olvidarlo nunca. El cubano no es un régimen dedicado a solucionar problemas reales o a satisfacer las necesidades de la población, sino a proyectar imágenes que deliberadamente superpone a la amarga realidad para tratar de confundir las percepciones, como si la isla fuera una gigantesca aldea Potemkin. A esa absurda actividad, a ocultar la verdad y sustituirla con una versión heroica totalmente mistificada, dedican estos sujetos casi todas sus energías. Así les va. Así le va al país.

De René González, en fin, se sabe lo fundamental. Lo cogieron con las manos en la masa junto a otros nueve oficiales de inteligencia y lo condenaron a quince años de cárcel. De la decena de espías capturados, cinco colaboraron con el FBI y aportaron todas las pruebas que se necesitaban para encarcelar a los que permanecieron leales al régimen. Esas personas –los cinco que admitieron su culpabilidad-- cumplieron condenas leves y se integraron a la sociedad en Estados Unidos.

Y es ahí a donde quería llegar: la lealtad. ¿Lealtad a qué sentía González? ¿A la revolución? Es inconcebible sentir lealtad a la revolución cubana desde una perspectiva racional. Eso a lo que los cubanos llaman revolución es un modelo de sociedad basado en las ideas fallidas de Marx y Lenin, generadoras de un tipo de Estado colectivista, totalitario, de partido único y ausencia de libertades individuales, que fracasó en todas partes desde el punto de vista material e hizo profundamente infelices a millones de personas.

¿Era esa revolución a la que González le debía lealtad? ¿Cómo se puede tener lealtad por un experimento social notoriamente fallido, supuestamente basado en una premisa “científica”? Si una teoría es desmentida por la realidad no merece la menor lealtad. No era posible continuar fiel a la teoría de que los planetas giraban en torno a la Tierra cuando se demostró que lo hacían en torno al sol, aunque la Iglesia postulara lo contrario y la Inquisición liquidara a los herejes.

Y en este caso no se trata de falta de información. Los diez años que este espía vivió en Estados Unidos fueron, precisamente, los de la demolición de los mitos comunistas tras el derribo del Muro de Berlín. Todo esto sucedió frente a los ojos de la red Avispa a la que pertenecía este militar cubano-americano. ¿Cómo se mantuvo al margen de las demoledoras evidencias que explicaban el fracaso universal del comunismo? ¿Cerró voluntariamente sus ojos y oídos?

Más aún: en los últimos cinco años, periodo que el señor González pasó en la cárcel, pero con acceso diario a información y en constante contacto con el gobierno de La Habana por diversas vías, debe haber advertido que Raúl Castro está haciendo algo todavía más enrevesado desde el punto de vista de la coherencia moral y política: está desmontando lentamente el torpe modelo productivo comunista, pero conservando las estructuras represivas que lo sostenían con la coartada de que ese periodo de dureza y coerción era necesario para erigir la sociedad perfecta prometida por Marx.

Aquí el orden de los factores es muy importante: la función de la dictadura y la justificación que se daban los marxistas para aceptar esa monstruosa violencia de paredones y calabozos, era que se trataba del precio que había que pagar para enterrar el viejo orden capitalista y sustituirlo por el nuevo modelo comunista. ¿Cómo es posible aceptar los métodos represivos y renunciar, al mismo tiempo, a la búsqueda de la utopía socialista?

En efecto, ya ni siquiera existe un horizonte feliz e igualitario al que se pudiera calificar como “ideal político”, por muy opaco que sea, al alcance emocional de los simpatizantes de la revolución. Ahora sólo existe una dinastía militar que intenta perpetuarse en el poder sin ninguna otra razón que continuar ejerciendo la autoridad con todas las ventajas materiales y psicológicas que de ello se deriva para la clase dirigente, y sin ningún otro objetivo ético que el de evitar tener que responder por las consecuencias de más de medio siglo de crueldades y estupideces.

Kim Philby, el oficial inglés de inteligencia que espiaba para la URSS como parte de “los Cinco de Cambridge” –también eran cinco--, murió en Moscú en 1988 alcoholizado y absolutamente desengañado. Tras conocer la realidad de la vida bajo el marxismo-leninismo (se había refugiado en la URSS en 1963 cuando fue descubierto), quedó convencido de que su decisión de ser leal a las ideas comunistas había sido un terrible disparate porque la realidad era muy diferente a lo que él se figuraba.

¿Tendrá algún día René González la capacidad intelectual para darse cuenta de que no hay la menor virtud en ser leal al error y en servir a los verdugos? ¿Tendrá algún día la fortaleza moral que se requiere para admitir que ha consumido una buena parte de su vida defendiendo lo indefendible?

Un amigo, que dice conocerlo bien, cree que es capaz de rectificar y que algo ha aprendido en sus trece años de prisión. Otro, que también lo trató intensamente, me afirma que es un tipo dogmático y enfermo de odio que morirá empecinado en el disparate y la contradicción. Yo no tengo la menor idea sobre qué hará en el futuro. Creo que nunca lo vi personalmente. Sé, eso sí, que padece un grave problema moral. Es lo que le sucede a todo aquel que no entiende a qué, a quiénes y por qué se debe sentir lealtad. Una emoción, por cierto, que requiere de una buena dosis de inteligencia para saber administrarla. “Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”, dejó dicho Aristóteles cuando reflexionó sobre el tema. Tenía razón.

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