miércoles, 30 de abril de 2014

EL SOBERANO ES EL HOMBRE

El hombre no es medio para fin alguno aunque éste sea el bien intencionado propósito de construir un paraíso en la tierra; el fin es el hombre, porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

En un principio, cuando no se explicaba los fenómenos, el hombre se ataba a la voluntad divina. En la antigua Gracia y Roma no se hablaba de soberanía. El concepto se forja en la Edad Media  en lucha con la Iglesia, y los grandes señores. Surgió como un elemento defensivo, después para extender el poder de los estados hasta llevarlo a planos absolutos.

En las monarquías absolutas la soberanía  corresponde al Estado, el cual a su vez lo identifica con el rey («El Estado soy yo», dijo Luis XIV). De ahí que el monarca sea llamado soberano, denominación que aún perdura, como una rémora del pasado. El liberalismo subvirtió el concepto y concibió dos modalidades de ésta: una, revolucionaria, en la que el pueblo, considerado como un conjunto de individuos, ejerce el sufragio universal (la soberanía popular); otra, conservadora, que reside en un parlamento (donde se concentra la voluntad de las clases o castas dominantes) de voto censitario (la soberanía nacional).

Según la clásica definición de Jean Bodin, recogida en su obra de 1576 Los seis libros de la República, soberanía es el «poder absoluto y perpetuo de una República»; y soberano es quien tiene el poder de decisión, sin mas ataduras que a la ley divina o natural.

Esta inicial definición muestra en síntesis la amplitud del concepto que, como tal, viene perdurando a través de los tiempos. Soberanía es, sobre todo, un concepto dinámico. Sufre en el camino de la historia variaciones en su intento de justificar el sujeto de la soberanía (el  Ciudadano,  el Señor, el Pueblo, la Nación, el Estado, el Partido).

Thomas Hobbes suprimió la dependencia de la ley natural que Jean Bodin trazaba en su definición de soberanía y constituyó al soberano en única forma de poder. De este modo, en su tratado más famoso,  Leviatán, publicado en  1651, justifica filosóficamente la existencia del autoritarismo estatal. Si bien habría que precisar que la Ley Natural no es ajena a las teorías de Hobbes. Dice éste que:

 «la Ley de la naturaleza y la ley civil se contienen una a otra, y son de igual extensión (…) Las leyes de la naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que dependen de ellas, en la condición de mera naturaleza no son propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hombres a la paz y la obediencia».

Tras estas reflexiones, concluye Hobbes que:

 «la ley de la naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo (…) Cada súbdito en un Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil; por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también, de la ley de la naturaleza. La ley civil y ley natural no son especies diferentes, sino parte distintas de la ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no escrita, y se denomina natural».

En 1762, Jean-Jacques Rousseau  retomó la idea de soberanía pero con un cambio sustancial. El soberano es ahora la colectividad o pueblo, y ésta da origen al poder enajenando sus derechos a favor de la autoridad. Cada ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a crear la autoridad y a formar parte de ella, en cuanto que mediante su propia voluntad dio origen a ésta, y por otro lado es súbdito de esa misma autoridad, en cuanto que se obliga a obedecerla.

Así, según Rousseau, todos serían libres e iguales, puesto que nadie obedecería o sería mandado por un individuo, sino que la voluntad general tiene el poder soberano. Es aquel que señala lo correcto y verdadero y las minorías deberían acatarlo en conformidad a lo que dice la voluntad colectiva. Esta concepción rusoniana, que en parte da origen a la Constitución Norteamericana y a la revolución francesa  e influye en la aparición de la democracia moderna, paradójicamente, permitió las dictaduras de las mayorías y generó actitudes irresponsables y el atropello a los derechos individuales y de las minorías. Solo la primera constitución del mundo, la única que ha prevalecido en el tiempo, la Constitucion Norteramericana, fue capaz de prever la inconsecuencia de la concepción rusoniana, y consagro los derechos fundamentales del ciudadano en la misma, a fin de evitar los abusos del poder del estado, el menoscabo de los derechos del ciudadano, el verdadero soberano, porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

WE THE PEOPLE

Jean Jacques Rousseau, en El contrato social, atribuye a cada miembro del Estado una parte igual de lo que denomina la «autoridad soberana» y propuso una tesis sobre la soberanía basada en la voluntad general. Para Jean Jacques Rousseau el soberano es el pueblo, que emerge del pacto social, y como cuerpo decreta la voluntad general manifestada en la ley.

El sufragio universal se convierte en un derecho fundamental y la condición ciudadana es igual para todos con independencia de cualquier otra consideración, salvo las limitaciones de edad o juicio.

El término soberanía popular se acuñó frente a la tesis de la soberanía nacional. La Constitución  Norteamericana fue la primera que estableció que la soberanía reside en el pueblo: We the people. Su existencia merece un estudio particular, porque dicho cuerpo fue capaz de introducir una Carta de Derechos del Ciudadano, que ha evitado la dictadura de las mayorías, lo que le ha permitido no solo ser la primera, sino la única que se ha mantenido en el tiempo por siglos y sigue siendo la fuente las más importantes de los instrumentos jurídicos internacionales y de las teorías más moderna del derecho.

SOBERANIA NACIONAL

Frente a la idea de la soberanía popular, el abate Sieyès  postuló que la soberanía radica en la nación y no en el pueblo, queriendo con ello expresar que la autoridad  no obrara solamente tomando en cuenta el sentimiento mayoritario coyuntural de un pueblo, que podía ser objeto de influencias o pasiones desarticuladoras, sino que además tuviera en cuenta el legado histórico y cultural de esa nación y los valores y principios bajo los cuales se había fundado. Además, el concepto de nación contemplaría a todos los habitantes de un territorio, sin exclusiones ni discriminaciones.

 Sieyès indicaba que los parlamentarios son representantes y no mandatarios, puesto que éstos gozan de autonomía propia una vez han sido electos y ejercerán sus cargos mediando una cuota de responsabilidad y objetividad al momento de legislar; en cambio los mandatarios deberian realizar lo que su mandante le indica, en este caso el pueblo.

Así, de Rousseau nace el concepto de soberanía popular  mientras que del abate Sieyès nace el de soberanía nacional. Ambos conceptos se dan indistintamente en las constituciones modernas, aunque después de la Segunda Guerra Mundial ha retomado con fuerza el concepto de soberanía popular que se mira como más cercano al pueblo, que es, en definitiva, de donde deben brotar todos los poderes.

El principio de Soberanía Nacional ha servido de fundamento para que el pueblo se limite a elegir cada cierto, y muchas veces inciertos, números de años, a quienes han de formar la voluntad nacional con plena libertad, mientras el principio de de Soberanía Popular, legitima el poder estatal sobre el axioma de su titularidad por el pueblo, asentado en el consentimiento de los ciudadanos, quienes podrán determinar la acción de los elegidos.

 El principio de Soberanía Popular ha quedado vinculado históricamente al sufragio, al imperio de la ley, a un entendimiento de la democracia en que la participación del ciudadano no puede quedar reducida a elegir a sus gobernantes cada cierto número de años, sino a condicionar las decisiones de éstos. Sin embargo, el "poder constituido" del pueblo se confunde maliciosamente por los gobernantes, con el principio de Soberanía Nacional - gracias a la madre de los estados modernos, la revolución francesa, que consagró en La Constitución de su V República que "[l]a soberanía nacional pertenece al pueblo francés, que la ejerce por medio de representantes, por la vía del referéndum". En fin, estos "elegidos" se han constituidos en los soberanos del pueblo en vez de ser los representantes del pueblo soberano.
En consecuencia la voluntad del pueblo ya no es la suma de la voluntad de cada uno de los ciudadanos, sino la de sus representante elegidos desde y por años -, limitando el derecho de cada ciudadano a participar creadora y responsablemente en la solución de las siempre novedosas y crecientes encrucijada que nos depara el devenir.
LA SOBERANIA DE UN PARTIDO

Un retroceso histórico del derecho del hombre a la soberanía lo constituyó la presunta Revelación Socialista de Octubre, la que por inspiración de Lenin, impuso la facultad de un ente incorpóreo, una ficción jurídica, el Partido Comunista, de dirigir y orientar a la sociedad toda hacia la conquista de la sociedad ideal; el comunismo. Tal aberración jurídica de erigir en Soberano a un Partido Político  está consagrada hoy en Cuba, en el artículo 5 de la mal llamada  Constitución Socialista.

EL SOBERANO DEBE SER EL CIUDADANO

En consecuencia, la conciencia jurídica de nuestro tiempo, los sistemas jurídicos de los diferentes estados y el orden internacional vigente resultan inconsecuentes con una nueva era que dota a cada hombre de la información necesaria, para que actúe sabia y responsablemente en la solución de los problemas de un mundo contingente y fortuito.
Rousseau decía que “el hombre ha nacido libre, y está en todas partes encadenado” Y José Martí expreso en versos:
Todo es cárcel / En esta tierra.

 El aparato del estado, los partidos políticos, las doctrinas tienen los instrumentos jurídicos que les permite sustituir al hombre. Más [e]l primer trabajo del hombre es reconquistarse." Sin libertad, como sin aire, nada vive. Cuanto sin ella se hace es imperfecto y, mientras en mayor grado se le goce, con más flor y más frutos vive. La libertad es consustancial a la naturaleza humana.  Por tanto es escudo para los hombres y para los pueblos. Nace con fuerzas avasalladora en los pechos de los hombres. Y cuando el hombre la pierde conoce la hondura del infierno. Se muerde el aire, como muerde una hiena el hierro de su jaula. Se retuerce el espíritu en el cuerpo como un envenenado. Los que tienen oh, libertad!, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte, decía José Martí en 1886[1]

No se trata del acto extraordinario de imponerse a los otros hombres, de ser el encargado de iluminar a los demás. Se trata del derecho y el deber natural de cada ser humano de defender su individualidad, su espiritualidad. "Ni originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual." Porque la primera libertad, base de todas, es la mente. Y realizarse, además, en armonía con la sociedad - esa que no es la colectividad abstracta, sino la suma de los individuos-, porque el hombre es un ser social.

 Hace casi cuatrocientos años, Cervantes en unos veros del nivel de su prosa expresó:

Y he de llevar mi libertad en peso

Sobre los propios hombros de mi gusto

“! La libertad  en peso!" - lo que hace suponer que causa alguna pesadumbre- es algo que brota de uno mismo, complace y a la vez cuesta trabajo y exige responsabilidad. En el fondo se trata de la verdad como autenticidad. No la del decir ni la del pensar, sino la verdad de la vida, esa coincidencia de consigo mismo y la naturaleza. Cuando el hombre no sostiene su libertad se miente a sí mismo.

Confundir las voces con los ecos, sostener silencios en apariencias de decoro es contribuir a la desorientación de los que quizás no tengan recursos para descubrirse a sí mismos. Claro es necesaria una dosis de clarividencia, de sinceridad con uno mismo, de decencia, una capacidad de distinguir, de discernir que no es universal. La salvación está en nosotros mismos, recordar el verso de Cervantes; "tu mismo te has forjado tu ventura"

.El héroe y mártir por la independencia de Cuba y la liberación de los cubanos, Ignacio Agramonte, ante sus profesores en la Escuela de Derecho de la Universidad de la Habana, ya en 1862, dijo: ..."[e]l individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funestas aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella... Que la sociedad garantice su propiedad y seguridad personal son también derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad"...
"La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad... se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción, destruyendo la libertad, sujetando a reglamentos sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas. El Estado que llegue a realizar esa alianza (del orden con la libertad) será modelo de las sociedades y dará por resultado la felicidad suya, y en particular de cada uno de sus miembros; la luz de la civilización brillará en él en todo su esplendor."

"Por el contrario, el gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza; ya el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan a reivindicarlos, oirá el estruendo del cañón anunciarle que cesó su letal dominación"

La interioridad del hombre, su espiritualidad, su conciencia es sagrada. Violársela sería mutilarlo en plena vida. Al hombre no se le puede conducir por cánones, doctrinas, ideologías hacia un fin predeterminado, aunque éste sea el bien intencionado camino de la sociedad ideal, porque sería convertirlo en un instrumento. En la posmodernidad el hombre necesita la plenitud de su individualidad, el afianciamiento de su capacidad de discernimiento, ante la avalancha de información y tendenciosidad, que con inmediatez nos lanzan los medios de comunicación. No es el tiempo de un modo de ser o aparentar, que una moda, expresión de cierta clase o distingo, ejerza su imperio. Es la era en que cada individuo refleje su propia individualidad. En la posmodernidad no impera una idea, una moda, sino que circula la información, reina la individualidad a fin de su plenitud y a partir de ella la donación, las concertaciones, la socialización, la trascendencia.

El Santo Padre, en su mensaje a la Jornada Mundial de la Paz, celebrada el 1 de enero de 1997, expresaba…”No se puede permanecer prisionero del pasado: es necesaria, para cada uno y para los pueblos una especie de “purificación de la memoria”, a fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más”.

No se trata de olvidar el pasado -todo lo contrario- sino de releerlo a la luz de las nuevas circunstancias, juzgarlo con los valores de la nueva era, con sentimientos nuevos, aprendiendo precisamente de las experiencias sufridas. Sólo el amor construye; el odio es destrucción y ruina.

El Padre José Conrado Rodríguez, ex párroco de Palma Soriano, en entrevista concedida al periodista José Alfonso Almora, del Canal 23 de Miami y publicada en la revista Ideal No. 276, expresaba: ” Nosotros somos un pueblo herido por las divisiones y la violencia, por la desconfianza, por la sospecha. Nos hemos refugiado tantas veces detrás de la máscara del temor, porque el temor nos ha hecho fabricar muchas máscaras… Necesitamos alguien que nos convoque en nombre del amor. Nosotros vivimos prisioneros del pasado, prisioneros de nuestros odios y nuestros miedos, desconfiando unos de los otros, los de la isla de los de afuera, los de afuera de los de adentro de la isla… Necesitamos a alguien que nos mire a los ojos y nos diga: levántate y echa a andar. Y no en nombre de una ideología sino en nombre de Aquel que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos”

Es imprescindible generar confianza, discutir contenidos, inventar el futuro, articular estrategias, promover fuentes de acción, aprovechar los momentos de verdad (las verdades no son eternas), reconocer con sinceridad, mantener la atención, crear conciencia (en virtud de conocimientos), obtener pequeños resultados para lograr grandes cosas y cerrar con el pasado.

El instrumento para llevar a cabo una agenda de cambios coherentes es la eficacia del discurso. Una realidad nueva exige novedad en el lenguaje. La clave para crear una nueva realidad descansa en comunicar compromisos y hacerlos realidad palpable. A pesar de que hace más de cien años José Martí, a quien ya los soldados en armas llamaban “Presidente”, sólo se consideró un “Delegado” de los que dentro de la isla entregaban su vida a la causa de la libertad, y a tales fines se encargó de recabar, centavo a centavo, recursos para sostener la “guerra necesaria”.

El caudillismo – cáncer de nuestra historia- nos hace ver a nuestra propia tendencia como la única salvadora, convirtiéndonos en adversarios de nuestros compañeros. No marcha sin tropiezos quien en vez de mirar al frente pone los ojos por sobre los hombros. No tiene futuro el proyecto político que pretenda evitar algo, en vez de vislumbrar el porvenir. “Es necesario todavía hacer una revolución, que no haga Presidente a su caudillo. Una revolución contra las revoluciones. El levantamiento de todos los hombres pacíficos -soldados solamente una vez- para que ellos, ni nadie, vuelvan a serlo jamás”, avizoró el apóstol José Martí.

 [1]  Roberto Agramonte. Martí y su concepción de la sociedad. Centro de investigaciones sociales-upr. 1979. Pág. 83.

No hay comentarios: