Por Faisel Iglesias
(Fragmento de la obra "El soberano es el ciudadano", disponible en www.amazon.com)
El triunfo de la Revolución de 1959, en medio de la Tercera Guerra Mundial, conocida como la Guerra Fría, época en que la humanidad vivía en la asfixiante atmosfera de la paz del miedo nuclear, condicionó el alineamiento de Cuba al campo socialista, el cual tenía una concepción monista del estado y consideraba al derecho un instrumento y por tanto sin valores propios.
(Fragmento de la obra "El soberano es el ciudadano", disponible en www.amazon.com)
El triunfo de la Revolución de 1959, en medio de la Tercera Guerra Mundial, conocida como la Guerra Fría, época en que la humanidad vivía en la asfixiante atmosfera de la paz del miedo nuclear, condicionó el alineamiento de Cuba al campo socialista, el cual tenía una concepción monista del estado y consideraba al derecho un instrumento y por tanto sin valores propios.
El
campo socialista fue fundado y liderado por la entonces Unión Soviética, que
tenía su base en la Rusia de la Revolución de Octubre. La Rusia feudal en pleno
siglo XX, que comenzaba a abrirse al modernismo cuando ya Occidente se despedía
de él. La Rusia que no había recibido aún, de manera eficaz, las influencias
del derecho romano, del renacimiento, del iluminismo, del movimiento
enciclopédico, de la Revolución industrial inglesa, de la constitución y el
pragmatismo de los políticos norteamericanos, y mucho menos de la Revolución
francesa y de la concepción tripartita de los poderes del estado, que le legó
al mundo en las ideas de Montesquieu, a no ser la creación de la Duma, especie
de parlamento sometido, legalizador por unanimidad viciada de la muchas veces
ilegítima voluntad del zar, antecedente histórico de las mal llamadas asambleas
populares de los países socialistas totalitarios.
Rusia
no había conocido una constitución, esa ley suprema que establece la
competencia de los órganos del estado y consagra los derechos fundamentales de
los ciudadanos. "Solo una vez, en noviembre de 1917, hubo un parlamento
votado libremente, pero sin llegar a reunirse"[1], nos recuerda Michael Morozow, en
su obra, "El caso Solzhenitsyn" El pueblo ruso carecía de una
tradición de opinión pública. Sus pensadores estaban en la literatura, y sus
vidas eran trágicas: Pushckin fue asesinado por una camarilla de cortesanos
aliados a Nicolás I; Lermontov murió en un duelo; Gogol quedó medio loco luego
de una huelga de hambre; Ryleyev fue ahorcado. Incluso, después de la
Revolución de Octubre de 1917; Blok murió de inanición en Petrogrado; Esinin se
ahorcó en una habitación de un hotel de Leningrado después de escribir su
último poema con sangre en la pared de la habitación; Maiakowki se suicidó de
un balazo en la cabeza; Gumilov fue fusilado; Máximo Gorki elige el exilio
voluntario por diez años, y más recientemente Boris Pasternak y el propio
Solzhenitsyn reflejan en sus propias vidas el drama de todo un pueblo.
El arte, la cultura, expresión real
de los valores de una sociedad, se vieron aniquilados por un Estado que no
permitía crear sino a favor de sus intereses políticos coyunturales. La tierra
de la otrora extraordinaria cultura rusa, una de las más importantes de
principios del siglo XX, venida la Unión Soviética, no creó una arquitectura
trascendente, a no ser la de "tipo pastel" de la era estalinista, y
reprimió a los músicos y a los escritores. A tal frustrante realidad se le
rindió culto, dentro de una corriente ideoestética denominada Realismo
Socialista, que ha constituido uno de los legados culturales más pobres de la
humanidad.
La
Edad Moderna, cuya obertura fue el
Renacimiento, vivió desde la época de la palabra impresa hasta la era del
lenguaje digital, desde el Siglo de las Luces hasta el socialismo, desde el
positivismo hasta el cientificismo, desde la Revolución industrial hasta la
revolución informática, bajo el signo del hombre que, en tanto cumbre de todo
lo existente, era capaz de descubrir, definir, explicar y dominarlo todo y de
convertirse en el único propietario de la verdad respecto al mundo. El bloque
socialista, la última expresión del modernismo como era, donde se creía que el
universo y el ser representaban un sistema capaz de ser explorado por completo,
era además dirigido por una suma de reglas, directrices o sistemas que, se
pensaba, el hombre iría dominando y orientando a su beneficio. Eran los tiempos
del propósito de la sociedad ideal: el comunismo, en virtud de una doctrina (el
marxismo-leninismo) que se consideraba la verdad científica, según la cual se
debía organizar la vida.
“Dos peligros tiene la idea socialista, como
tantas otras - había advertido ya José Martí desde el siglo XIX -: el de las
lecturas extranjerizas, confusas e incompletas, y el de la soberbia y rabia
disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por
fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los
desamparados." Ya en 1887, John Rae, en su libro Contemporary Socialism
(obra de consulta de José Martí) expresaba "El comunismo lleva a todo lo
contrario de lo que pretende alcanzar; busca igualdad y concluye en la
desigualdad, busca la supresión de los monopolios y crea un nuevo monopolio,
busca aumentar la felicidad humana y en realidad la reduce. Es una utopía, y ¿por qué es una utopía? ... Porque la
mayor igualdad y la mayor libertad posible solo pueden lograrse juntas"[2]
Cuba
salía así de su hábitat natural, su espacio histórico-cultural, el hemisferio
occidental y asimilaba una concepción orientalista, inquisitiva, semifeudal,
autocrática, zarista, fundamentada en un positivismo de izquierda, de filosofía
alemana, con un poco de socialismo utópico y, por supuesto, con mucho de
capitán general de la colonia y del clásico dictador latinoamericano,
cometiendo el error histórico, del que nos había advertido José Martí hace más
de cien años, de copiar doctrinas y formas foráneas de gobierno.
De
esta manera la caída del muro de Berlín significa no solo la derrota del campo socialista en la
Guerra Fría, sino además, el agotamiento de la era moderna, la era de los
mitos, las ideologías, los partidos de políticas doctrinarias, aspirantes a la
toma del poder, y el inicio de una era de circulación de ideas, información,
concertaciones, una era sin fronteras, sin distancias, de internacionalización
de los procesos productivos y de la soberanía de los individuos. En fin, la
posmodernidad, donde el derecho, como ciencia social autónoma debe ejercer su
imperio al servicio de la pluralidad político-social de la humanidad toda.