lunes, 27 de abril de 2015

EL BENNY DE FAISEL IGLESIAS

Por Alberto Rodriguez
Un día se fue. Cuando uno sale no sabe hasta dónde va a llegar.
                                                                                      Faisel Iglesias.
 
Conocí a Faisel a mediados de los años ochenta cuando ni la más encumbrada pitonisa, sentada en su trípode de Delfos, podría soñar con el derrumbe del muro de Berlín.  Nuestros pitonisos lo siento, por este meridiano abundan ni siquiera lo presintieron en sus más oscuras pesadillas de pérdida de poder político.  Faisel era ya un abogado penalista que sabía con maestría ejecutar la vivisección de una causa penal, hasta acceder a su más profunda impiedad y derrumbar a golpes de corazón y técnica las peticiones fiscales. La elocuencia de su verbo y la iluminación de su discurso llegó a tal relieve que el mismo Jefe de Estado, nada menos que esa categoría histórica (para bien o para mal), el Comandante en Jefe, veía por control remoto desde su encumbrada oficina los alegatos del joven letrado. Prueba de ello es que terminado el juicio del caso de Tarara en 1992, donde serian fusilado unos jóvenes que, sorprendidos en medio de una oscura madrugada, cuando intentaban salir del país ilegalmente, entablaron un tiroteo con la policía matando a tres oficiales, Fidel Castro, en un discurso a toda Cuba, desde el cementerio donde seria sepultado el soldado Pérez Quintosa (que por cierto, antes de morir expresó que el representado por el joven abogado no había sido quien le disparó), parafraseó a Faisel y veladamente lo amenazo: … “hablaron conmigo para quitar al abogado, pero yo dije que no”,  expresó. ¡Horrendo! Nada menos que el propio Jefe de Estado y de Gobierno reconocía que el quitaba y ponía abogados, violando los más elementales derechos del acusado.

Para ese tiempo, Faisel tenía conciencia – como los mejores modernistas cubanos - del valor creador de la palabra, de la capacidad del discurso probarse a sí mismo. Nadie puede imaginar cómo este hombre con su palabra logro salvar tantas vidas y contribuir a que el régimen tuviera que modificar una legislación.

Faisel había estudiado de los teóricos socialistas, que delito más que conducta típica, antijurídica y culpable, es la acción socialmente peligrosa. Cómo entonces podía decir el gobierno cubano que era delito, que era socialmente peligrosa la conducta de un sujeto que, precisamente estaba dirigida a abandonar al país, a la sociedad que se dice atacada, según la lengua viperina del fiscal de turno.

Faisel hacia caer al régimen en sus propias trampas. El entonces Fiscal de Ciudad Habana, hoy Jefe de asuntos jurídicos y constitucionales de la Asamblea Nacional del Poder Popular, el Dr. Toledo Santander, le dijo un día en tono de advertencia: …“no tenemos queja profesional contra ti, pero no sabemos qué haces que le causas tanto daño a la Revolución.” Faisel se mantuvo callado. Después me dijo que sintió el deseo de contestarle: “diciendo la verdad, con los valores de la ciencias jurídicas y las virtudes del arte.”

Faisel no solo defendía a sus clientes, sino que acusaba al régimen y hacia incurrir en los errores más crasos a nada menos que al Líder de la Revolución.  Faisel tenía tres opciones: La cárcel, la muerte, o el exilio.  Sin embargo, no se visualizaba en otro lugar. Se sentía útil en Cuba a pesar del peligro. Estaba flaco y preocupado.  Logramos convencerlo. La propia Seguridad del Estado le facilitó una lancha para que se fuera del país. Necesitaban salir de él. Te vas o te desaparecemos, le dijeron. Desde esa madrugada no veo al amigo, al padre, al maestro.  Ahora El Benny me lo ha devuelto. Otra vez lo siento: no son las causas penales por nuestro meridiano infelices perros de laboratorio,  engendros del bestiario medieval, basiliscos y arpías.

Faisel practicaba el derecho penal como un budista que desde la percepción del drama humano lo aminora, lo cura, lo intenta destronar del templo de la aceptación sembrando pagodas de justicia. Ni siquiera era yo un lechuguino, decir que fui, sería dignificarme. Había leído toneladas de libros, había escrito resmas de cuentos y poemas y novelas inconclusas, pero no tenía rumbo, era, sin ambages, un desarraigado con lecciones de rock, hambriento literalmente — ¡literalmente hambriento!— y [¿anti?]social que paleaba mi aislamiento con una cultura democrática por las mujeres de todos los colores, tamaños y deformaciones. Yo no era ni un cuasi¾lechuguino, era una proa que rompía aguas sin la percepción del puerto en mi seca aventura marinera.

Entonces lo conocí cuando matriculé Derecho en la Universidad de La Habana. Si la vida te cobra un precio por los favores que te otorga, tuve una suerte inmensa. Encontré en Faisel tres elementos difíciles que se mixturen, igual de complicado gatear en dirección a la luna: un amigo, un hermano y un padre, y para que no me quejara de mi suerte, joven. En su modesto apartamento de Centro Habana, cerca del aún teatro América ahora ni sé qué diantre es si teatro o cajón para que suden los egos y se lubriquen las lujurias uno subía las escaleras empinadas de sucio mármol del edificio y accedía de la puerta a sus libros y su escritorio. Consistía en una silla de hierro y una bella máquina de escribir mecánica de aquellas que hacían más ruido que un combate y que para mayor verosimilitud donde se colocaba la cinta parecían casamatas en que se apostaban las ametralladoras. Los tipos rompían el papel, el carbón y las copias de tan filosos y los vecinos debieron estar sometidos a un tableteo que sólo la música que nacía harían pasables las madrugadas. Era apta para la guerra cuando había que teclear documentos jurídicos y para la paz y la poesía llegado el instante. No era esquizoide aquella máquina de la que me duele su ausencia y su destino, era genial. A veces, lo sé, escribía sola de noche. Allí se gestó el Benny, que comenzó siendo una frase.

Benny era, es, ¿seguirá siendo? una de las obsesiones de Faisel. La novela debió haber tenido un comienzo en alguna célula ignota de su cerebro en la cota más enigmática del tejido, ese punto luminoso que los pitonisos han intentado descubrir, desentrañar y sancionar a ostracismo o muerte cerebral en los escritores. Qué bien que no lo han conseguido. Su temor al escritor es la más despótica prueba de que han podido y pueden contra invasiones y embargos mientras tengan una cantidad suficiente de cifras humanas para enfrentarlo y listas a la inmolación ciega. Pero no cuentan ni con la técnica y menos con las artes del vudú para cercar al escritor, aislarlo y pasarlo por las armas.

La novela de Faisel es una prueba del fracaso del intento y la frustración en esa dirección, aun calculado en el secretismo de oficinas cerradas o bunkers a prueba de sociedad civil. Porque gana la escritura de Faisel por su capacidad de ser un sueño. Si el lector se permite ser atrapado, si cómplice de esta ruptura con las leyes que dictaminan novela light, escritura fácil de rápida descodificación con lenguaje de noticieros, el sueño lo hipnotiza. Es, advierto, sueño organizado. Nuestros sueños perecen ser faltos de edición lógica, a color o en negro y blanco, tenebrosos y pedestres, de lágrimas y hasta, para los más dichosos y en la élite de la gracia bienaventurada, risueños o de risas. Benny de Faisel es organización en su estructura, una poesía única que se mueve palabra a palabra en la historia que cuenta y en la historia que es ella misma la novela adentrándonos en lo que a mí me parece más tenebrismo a lo Caravaggio no sus imitadores que fácil luz natural. La complejidad del orden y lo que cuentan esa sucesión de palabras es más pintura tenebrista que luz tropical fingida abunda mucho por ahí el simulado acto de contar historias de nuestra nacionalidad sin logro o al menos consiguiendo una absoluta locura daltónica sin dejar de ser tierra cubana, drama de nuestra historia, olor de miserias y éxitos dichosos en su propia muerte.

El sueño que es Benny, una vez que te atrapa, no te despierta hasta la llega triste de la última palabra, esa que cierra la historia, pone fin a la novela y deja con el sabor a desear que continúe. Por mi parte volví al comienzo del sueño inducido dos veces más descubriendo para mi asombro y también para golpe en mi prurito de lector entrenado nuevos meandros, otras sutilezas, y los fantasmas que aparecen en volumen traspasaron la línea de la muerte para alcanzar en mí la eternidad. Confieso y a confesión de parte relevo de pruebas que mi conocimiento del Benny era limitado. Debo intentar resumirlo: su música, algunas lecturas mal escritas, trabajos periodísticos, reseñas, anécdotas que conocía mi familia paterna como aquella en que Benny pasaba en chancleta la carretera la misma por la que rodaba Hemingway hacia el Floridita aparecía en el Ali-Bar para tranquilidad del dueño, Alipio, y metiendo su prótesis dental en un vaso con agua alguien me comentó después que era Bacardí ejercitaba su canto. Faisel me hizo entender otras posibilidades de la vida del artista. Como toda buena utilización de la ficción basándose en un conocimiento de todas las aristas vitales y contextuales de lo que se cuenta, la novela vierte nuevas perspectivas en el cuadro haciéndolo más comprensible, aún a riesgo de que el observador el lector reciba un aumento de la carga: dolor, desesperanza y aturdimiento. Puedo negarlo, este placer de la lectura de Benny no es masoquismo, no hay que transferir retribución alguna por la experiencia única de su lectura, ni abrirse las venas ni someterse al tormento espantoso del vinagre en las heridas punzantes. Pero sí, manipularía si lo oculto o digo lo contrario, la lectura de Benny es una odisea de nosotros mismos, de lo que somos y aún de lo que no queremos ser de nuestra tierra geográficamente hablando, y de nuestra tierra en términos filosófico y espiritual. Es reconocimiento palabra a palabra de nuestro drama como personas y como nacionalidad y ello comporta un precio. Sin embargo la intensidad de esta narrativa no se detiene aquí. Continúa. También es reconfortante.

Me atrevería decir y digo me atrevería porque a veces la célula ignota que quieren controlar los pitonisos no va por el camino que el escritor quiere y hasta necesita que la novela de Faisel se propuso también ser edificante. Digo la novela de Faisel se propuso, ¡debe ser esto observado!, y no Faisel se propuso. En el caso de lo edificante creo que fue el demiurgo ¾quiero que se piense en el demiurgo según legado de Platón en el Timeo y no en los clones¾ quien condujo los corceles de Platón por el sendero de lo edificante para restañar las heridas que Benny podría infligir al lector. No Faisel, no. En ningún momento el autor. Faisel es un hombre de dolor, un brote de la tierra más occidental de Cuba, que conquistó la cultura citadina con las armas de la sabiduría. Ni tiros, ni celadas, ¡mucho menos emboscadas! Es un hombre de angustias y reservas altísimas de sufrimiento. Su centro nervioso es un hervidero que se templa con el fuego eterno del drama humano. A riesgo de que me eche un responso, Faisel es un escritor de la aventura humana más complicada y no pocas veces inconclusa y sesgada por fuerzas incomprensibles. No es escritor de la francachela y la fiesta salpicada de confeti que son las lentejuelas de la hipocresía. Es un martiano que dice como Pepe Martí: ¿qué hago yo en este baile? Y acepta el baile —y es un buen bailador al menos hasta donde alcanza mi memoria visual como era bueno en atletismo (fue miembro de la Preselección Nacional pero es una danza del ancestral llanto humano, sabor a poquedad, a insensatez de la vida, a los tentadores 120 años bíblicos que no alcanzamos, al dolor del saber, sabiendo que no podrás saber. Como el autor del Eclesiastés Faisel está más en el luto, que la orgía homo sapiens que da saltos en su euforia de dominante, mientras que la tierra tiembla a sus pies y se desmorona.

La novela se gestó también caminando por las calles de La Habana, donde el Benny ejercitaba más que en ningún otro lugar, el don de la ubicuidad. Faisel y quien escribe gastamos zapatos por esas calles que van desapareciendo aunque cierta vitrina oficialista haga ver que la ciudad se salva. Pero todavía testigo desde mi posición de observador cercano Faisel se ha anclado a una distancia que duele convertir en millas náuticas algo de nosotros persiste en esas aceras de entonces. Una bocacalle, una hermosa dama de pasada, el libro bajo el brazo, una toga al viento luego de una vista oral en que par de jueces legos y profesionales quedaron dormidos en brazos del embrutecimiento. Más que en ninguna otras en Neptuno o Galiano, la 23 del Vedado, o las humildes de la zona más vieja de la ciudad, y que a mí aún hoy me dan vértigo porque creo que caeré de vuelta al siglo XVI. Esa es la ciudad de la gestación aunque la materialización se haya verificado fuera de las fronteras que alambraron ¾¡y alambran con esparto anti-información!¾ esas calles. Lastima no tener espacio y que la cantidad de palabras indiquen que el lector puede agotar la paciencia cedida con tanta amabilidad, muchas revelaciones dejarían de ser material clasificado. En esas calles encontramos al Benny, hablando de cosas entonces Benny no sabía que en La Habana te multarían por decir cosa y directo a prisión si articulabas la cosa está mala que sólo nosotros tres podíamos entender en el lenguaje de la poesía, y se escrituraban en la mente de Faisel y hoy en mis manos evocan y reconstruyen el tiempo que se fue. De la única manera en que se nos va el tiempo, como se gasta una canción del Príncipe del Mambo en un 45 rpm con scratch de fondo, que perteneció a una victrola desguazada a machetazos hace más de medio siglo.

 

jueves, 9 de abril de 2015


MI AMIGO EL AMERICANO
Por Alberto Rodríguez Lopez
(desde Cuba)

Esta crónica está dedicada a mi hermano Faisel.
 Aunque sé que será el primer sorprendido,
él me enseñó a mirar el entorno con mansedumbre y sensibilidad.
  No basta tener sensibilidad, para observar con sensibilidad.

Diciembre tuvo día significativo sin relación con el venerable 17 de parte de la ciudadanía cubana.  No sólo día de Babalú Ayé, san Lázaro en el sincretismo.  Fue jornada en que Estados que se escudriñaron desconfiados más de medio siglo, publican intenciones de dialogar.

De pura casualidad mi amigo el americano estaba sobrio.  No ocupaba su espacio en los portales de Prado  ¾no tiene casa, vive en calle¾ y meditaba la manera de recuperarlo bajo un techo que se desploma, entre columnas que le protegen de los elementos.  Sus lugares alternativos, habían sido tomados por la pasión constructiva musulmana suní, que levanta hoteles en cráteres citadinos.

Sacudido por agentes del orden para que »moviera el esqueleto«.  Un gerente del restaurante contiguo al refugio delató su mugriento espectáculo para el turismo.  Mi amigo bucea latas de aluminio en basureros y las vende a Recuperación de Materias Primas, a 8 pesos ¾centavos de dólar¾ el kilogramo.  Debido a la competencia, contrajo deudas imposibles de honrar.  Si me pide el bolsillo está magro.  Dice que como empresario me supera, soy un muerto de hambre que escribe musarañas.  Cuando tengo calderilla le compro pan con una lasca [quita] de jamón, si el poso de mi bolsa paga el importe.  A veces come, en ocasiones lo cambia por lo que de inicio necesitaba, ron o sucedáneos.  Entonces se escucharon gritos:  llegaron americanos, es el americano, o del americano.  Mi amigo sintió la presencia de su par.

El grito se trocó alarido:  le fachó la cadena, aulló uno con cara de jabalí.  Viandantes subían Prado con rostros de ira en dirección a los leones asustados.  ¿Cacería de leones de bronce, en safari citadino?  Mi amigo quedó de una pieza y extrañó la melopea que le hacía pasar por el clásico eximido de responsabilidad penal.  Ése ¾señaló cara de jabalí con colmillos espumosos¾ ése fue el que fachó la cadena.  Mi amigo se señaló a sí mismo, acción condicionada, mano de títere que partió el hilo de la preservación.  Jabalí tomó iniciativa y arengó la tropa.  Se había sumado una escolta de azules del orden, negras tonfas dando mandobles, esposas abiertas, y las Makarov con sus nueve milímetros prestos a encontrar carne.  Era sin equívoco un safari.

Mi amigo se registró inquiriendo una cadena, aunque fuera la de descargar el añorado inodoro en la que fue su casa de Buena Vista.  La Culpa lo asaltó.  Podría sin tener cadena alguna decir que había sido el ladrón ¾martillaba la gritería de Jabalí y sus porteadores azules:  ¡míralo, el que fachó la cadena, cógelo, cógelo!¾, que no recordaba dónde la había dejado.  ¿La había dado a un barman de Neptuno que le decían el Manco a cambio de un pepino con Hueso de Tigre, o cambiado por un alcoholímetro?  Atrayéndolo como un imán, La Culpa lo arrastraba al colimador de la justicia impartida a nombre del pueblo.

El safari engordaba, Jabalí había obtenido grados de comandante.  Porteadores y escopeteros recibían sus órdenes con el respeto de una sincrónica cadena de mando.  Si no me gustan las cadenas ni siquiera para privar de libertad a mi perra, el safari debía estar en un error áureo.  Sin dudas un asunto relativo a la cinemática.  Mi amigo y yo, petrificados.  Había un problema de Física, territorio donde mi amigo se movió con soltura.  Detenidos, temblorosos en los portales de Prado.  Y el safari perseguía.  Jabalí bufaba, se le inflamaban pelos espumosos.  Clavó patas:  cógelo chino.  La sombra tras nosotros capturada por la avanzadilla, o en buena terminología guerrillera, apresada por la vanguardia.

Apareció el americano echando carrerita peligrosa para su corazón.  Visibles improntas en el cuello de que le habían arrebatado una cadena.  Mi amigo se sintió, ante su par, viejo con parásitos marcado por cicatrices.  Jabalí, comandante al fin, arengó que el pueblo no permitirá arrebatasen cadenas a los turistas americanos.  Del safari gritaron que amigos de los imperialistas, destriparemos arrebatadores de cadenas aunque representen el sudor de pueblos oprimidos.  Jabalí lo cortó tirándole una mordida de ajuste ideológico de nuevo manual.  El americano agradeció con acento sureño.  Llegó el Geely, cargaron al antisocial cercado por vivas al pueblo de Linchón.  Deseaban decir Lincoln, sin éxito.

Despejado el enrarecido apareció Ramona.  Me pidió cambiara su nombre, si describía el suceso.  Es la novia de mi amigo, que obtuvo alias cuando tenía pelo rubio por los años setenta.  Profesor de Física de un preuniversitario en la ciudad, hoy herida de cráteres y paisaje lunar.  Se alcoholizó por motivos relacionados con su lengua.  Su vida se fue por el tragante.  Ramona, de Guantánamo, tiene veinte años menos.  Hacen el amor cuando encuentran un recoveco mediando la caneca recargable.  Ramona dijo que conocía al supuesto delincuente.  Nos miramos con extrañeza.  Fue calabocero, aseguró, de la unidad de policía de Picota.  Subiendo en el escalafón, hace trabajo operativo secreto.