Un día se fue. Cuando uno
sale no sabe hasta dónde va a llegar.
Faisel Iglesias.
Novela El Benny
Por Alberto Rodriguez
Faisel Iglesias.
Novela El Benny
Por Alberto Rodriguez
Conocí a
Faisel a mediados de los años ochenta cuando ni la más encumbrada pitonisa,
sentada en su trípode de Delfos, podría soñar con el derrumbe del muro de Berlín. Nuestros pitonisos —lo
siento por este meridiano abundan— ni
siquiera lo presintieron en sus más oscuras pesadillas de pérdida de poder
político. Faisel era ya un abogado
penalista que sabía con maestría ejecutar la vivisección de una causa penal,
hasta acceder a su más profunda impiedad y derrumbar a golpes de corazón y técnica
las peticiones fiscales. Otra vez lo siento: no son las causas penales por
nuestro meridiano infelices perros de laboratorio, son engendros del bestiario
medieval, basiliscos y arpías. Practicaba el derecho penal como un budista que
desde la percepción del drama humano lo aminora, lo cura, lo intenta destronar
del templo de la aceptación sembrando pagodas de justicia. Ni siquiera era yo un
lechuguino, decir que fui, sería dignificarme. Había leído toneladas de libros,
había escrito resmas de cuentos y poemas y novelas inconclusas, pero no tenía
rumbo, era, sin ambages, un desarraigado con lecciones de rock, hambriento
literalmente —¡literalmente hambriento!— y[¿anti?]social
que paleaba mi aislamiento con una cultura democrática por las mujeres de todos
los colores, tamaños y deformaciones. Yo no era ni un cuasi¾lechuguino,
era una proa que rompía aguas sin la percepción del puerto en mi seca aventura
marinera.
Entonces
lo conocí cuando matriculé Derecho en la Universidad de La Habana. Si la vida
te cobra un precio por los favores que te otorga, tuve una suerte inmensa, por
el precio de uno encontré en Faisel tres elementos difíciles que se mixturen,
igual de complicado gatear en dirección a la luna: un amigo, un hermano y un
padre, y para que no me quejara de mi suerte, joven. En su modesto apartamento
de Centro Habana, cerca del aún entonces teatro América —ahora
ni sé qué diantre es si teatro o cajón para que suden los egos y se lubriquen
las lujurias— uno subía las escaleras empinadas de sucio mármol
del edificio y accedía de la puerta a sus libros y su escritorio. Consistía en
una silla de hierro y una bella máquina de escribir mecánica de aquellas que
hacían más ruido que un combate y que para mayor verosimilitud donde se
colocaba la cinta parecían casamatas en que se apostaban las ametralladoras.
Los tipos rompían el papel, el carbón y las copias de tan filosos y los vecinos
debieron estar sometidos a un tableteo que sólo la música que nacía harían
pasables las madrugadas. Era apta para la guerra cuando había que teclear
documentos jurídicos y para la paz y la poesía llegado el instante. No era
esquizoide aquella máquina de la que me duele su ausencia y su destino, era
genial. A veces, lo sé, escribía sola de noche. Allí se gestó el Benny, que
comenzó siendo una frase.
Benny era, es, —¿seguirá
siendo?— una de las obsesiones de Faisel. La novela debió
haber tenido un comienzo en alguna célula ignota de su cerebro en la cota más
enigmática del tejido, ese punto luminoso que los pitonisos han intentado
descubrir, desentrañar y sancionar a ostracismo o muerte cerebral en los
escritores. Qué bien que no lo han conseguido. Su temor al escritor es la más
despótica prueba de que han podido y pueden contra invasiones y embargos
mientras tengan una cantidad suficiente de cifras humanas para enfrentarlo y
listas a la inmolación ciega. Pero no cuentan ni con la técnica y menos con las
artes del vudú para cercar al escritor, aislarlo y pasarlo por las armas.
La novela de Faisel es una prueba del fracaso del
intento y la frustración en esa dirección, aun calculado en el secretismo de
oficinas cerradas o bunkers a prueba de sociedad civil. Porque gana —la
escritura de Faisel— por su capacidad de ser un sueño. Si el lector se
permite ser atrapado, si cómplice de esta ruptura con las leyes que dictaminan
novela light, escritura fácil de rápida descodificación con lenguaje de noticieros,
el sueño lo hipnotiza. Es, advierto, sueño organizado. Nuestros sueños perecen
ser faltos de edición lógica, a color o en negro y blanco, tenebrosos y
pedestres, de lágrimas y hasta, para los más dichosos y en la élite de la
gracia bienaventurada, risueños o de risas. Benny de Faisel es organización en
su estructura, una poesía única que se mueve palabra a palabra en la historia
que cuenta y en la historia que es ella misma —la
novela— adentrándonos en lo que a mí me parece más
tenebrismo a lo Caravaggio —no
sus imitadores— que fácil luz natural. La complejidad del orden y
lo que cuentan esa sucesión de palabras es más pintura tenebrista que luz
tropical fingida —abunda mucho por ahí el simulado acto de contar
historias de nuestra nacionalidad sin logro o al menos consiguiendo una
absoluta locura daltónica— sin dejar de ser tierra cubana, drama de nuestra
historia, olor de miserias y éxitos dichosos en su propia muerte.
El sueño que es Benny, una vez que te atrapa, no te
despierta hasta la llega triste de la última palabra, esa que cierra la historia,
pone fin a la novela y deja con el sabor a desear que continúe. Por mi parte
volví al comienzo del sueño inducido dos veces más descubriendo para mi asombro
—y también para golpe en mi prurito de lector
entrenado— nuevos meandros, otras sutilezas, y los fantasmas
que aparecen en volumen traspasaron la línea de la muerte para alcanzar en mí
la eternidad. Confieso —y a confesión de parte relevo de pruebas—
que mi conocimiento del Benny era limitado. Debo intentar resumirlo: su música,
algunas lecturas mal escritas, trabajos periodísticos, reseñas, anécdotas que
conocía mi familia paterna como aquella en que Benny pasaba en chancleta la
carretera —la misma por la que rodaba Hemingway hacia el
Floridita— aparecía en el Ali-Bar
para tranquilidad del dueño, Alipio, y metiendo su prótesis dental en un vaso
con agua —alguien me comentó después que era Bacardí—
ejercitaba su canto. Faisel me hizo entender otras posibilidades de la vida del
artista. Como toda buena utilización de la ficción basándose en un conocimiento
de todas las aristas vitales y contextuales de lo que se cuenta, la novela
vierte nuevas perspectivas en el cuadro haciéndolo más comprensible, aún a
riesgo de que el observador —el lector— reciba un
aumento de la carga: dolor, desesperanza y aturdimiento. Puedo negarlo, este
placer de la lectura de Benny no es masoquismo, no hay que transferir
retribución alguna por la experiencia única de su lectura, ni abrirse las venas
ni someterse al tormento espantoso del vinagre en las heridas punzantes. Pero
sí, manipularía si lo oculto o digo lo contrario, la lectura de Benny es una
odisea de nosotros mismos, de lo que somos —y
aún de lo que no queremos ser— de nuestra tierra geográficamente hablando, y de
nuestra tierra en términos filosófico y espiritual. Es reconocimiento palabra a
palabra de nuestro drama como personas y como nacionalidad y ello comporta un
precio. Sin embargo la intensidad de esta narrativa no se detiene aquí.
Continúa. También es reconfortante.
Me atrevería decir —y
digo me atrevería porque a veces la célula ignota que quieren controlar los
pitonisos no va por el camino que el escritor quiere y hasta necesita—
que la novela de Faisel se propuso también ser edificante. Digo la novela de
Faisel se propuso, ¡debe ser esto observado!, y no Faisel se propuso.
En el caso de lo edificante creo que fue el demiurgo ¾quiero
que se piense en el demiurgo según legado de Platón en el Timeo y no en los
clones¾ quien
condujo los corceles de Platón por el sendero de lo edificante para restañar
las heridas que Benny podría infligir al lector. No Faisel, no. En ningún
momento el autor. Faisel es un hombre de dolor, un brote de la tierra más
occidental de Cuba, que conquistó la cultura citadina con las armas de la
sabiduría. Ni tiros, ni celadas, ¡mucho menos emboscadas! Es un hombre de
angustias y reservas altísimas de sufrimiento. Su centro nervioso es un
hervidero que se templa con el fuego eterno del drama humano. A riesgo de que
me eche un responso, Faisel es un escritor de la aventura humana más complicada
y no pocas veces inconclusa y sesgada por fuerzas incomprensibles. No es
escritor de la francachela y la fiesta salpicada de confeti que son las lentejuelas
de la hipocresía. Es un martiano que dice como Pepe Martí: ¿qué hago yo en este baile? Y acepta el baile —es
un buen bailador al menos hasta donde alcanza mi memoria visual como era bueno
en la marcha— pero es una danza del ancestral llanto humano,
sabor a poquedad, a insensatez de la vida, a los tentadores 120 años bíblicos
que no alcanzamos, al dolor del saber, sabiendo que no podrás saber. Como el
autor del Eclesiastés Faisel está más en el luto, que la orgía homo sapiens
que da saltos en su euforia de dominante, mientras que la tierra tiembla a sus
pies y se desmorona.
La novela se gestó también caminando por las calles
de La Habana, donde el Benny ejercitaba más que en ningún otro lugar, el don de
la ubicuidad. Faisel y quien escribe gastamos zapatos por esas calles que van
desapareciendo aunque cierta vitrina oficialista haga ver que la ciudad se
salva. Pero todavía testigo desde mi posición de observador cercano —Faisel
se ha anclado a una distancia que duele convertir en millas náuticas—
algo de nosotros persiste en esas aceras de entonces. Una bocacalle, una
hermosa dama de pasada, el libro bajo el brazo, una toga al viento luego de una
vista oral en que par de jueces —legos y
profesionales— quedaron dormidos en brazos del embrutecimiento.
Más que en ninguna otras en Neptuno o Galiano, la 23 del Vedado, o las humildes
de la zona más vieja de la ciudad, y que a mí aún hoy me dan vértigo porque
creo que caeré de vuelta al siglo XVI. Esa es la ciudad de la gestación aunque
la materialización se haya verificado fuera de las fronteras que alambraron ¾¡y alambran con esparto anti-información!¾
esas calles. Lastima no tener espacio y que la cantidad de palabras indiquen
que el lector puede agotar la paciencia cedida con tanta amabilidad, muchas
revelaciones dejarían de ser material clasificado. En esas calles encontramos
al Benny, hablando de cosas —entonces Benny no sabía que en La Habana te
multarían por decir cosa y directo a prisión si articulabas la cosa
está mala— que sólo nosotros tres podíamos entender en el
lenguaje de la poesía, y se escrituraban en la mente de Faisel y hoy en mis
manos evocan y reconstruyen el tiempo que se fue. De la única manera en que se
nos va el tiempo, como se gasta una canción del Príncipe del Mambo en un 45 rpm con scratch de fondo, que
perteneció a una vitrola
desguazada a machetazos hace más de medio siglo.