Por Manuel Custa Morua
El tipo, el concepto y la concepción de la familia es el noveno de los rasgos que diferencian al castrismo cultural de la identidad que iba cuajando en Cuba. La familia extendida, casi ampliada, que aleja a determinada generación de hijos del centro aglutinador a favor del mayorazgo (del hijo mayor), se distingue claramente del tipo de familia nuclear afectiva que surge tanto del barracón, como de la comunidad campesina y de las ciudades aburguesadas, de clase media y obreras que se edifican en Cuba.
En la familia rural extendida lo útil sustituye a los afectos, mientras que el mayorazgo garantiza la reproducción permanente de los viejos patrones patriarcales. Pero la familia nuclear afectiva funciona con otros criterios: el afecto va sustituyendo a lo útil ―la transición que en este sentido se va produciendo en la familia campesina, humanizándola, es clara― y la familia se abre al futuro de los hijos, en muchos casos diseñado por los padres pero con entera responsabilidad, casi siempre, por parte de los mismos hijos.
Las consecuencias de cada uno de los tipos y concepciones son evidentes y marcan un retorno cultural impresionante. Para empezar, el modelo patriarcal y de mayorazgo va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés. De hecho rompe con la figura occidental del héroe, que siempre refleja a un joven audaz y vigoroso rebelándose contra el padre. Que la Revolución cubana haya sido hecha por jóvenes no garantiza, a partir de este análisis cultural, que haya sido hecha desde la modernidad. En segundo lugar, la formación de valores no empieza en la familia nuclear afectiva por la utilidad del hijo para algo o para alguien, como sí ocurre en el tipo patriarcal, sino por la concepción y tradición de la familia respecto a lo que considera mejor tanto para el mantenimiento de ciertos valores familiares como para el hijo.
Por último, aunque no finalmente, la naturaleza afectiva de la familia, basada en las distintas concepciones cristianas, evita o vive como una tensión contranatural las fracturas por razones extrafamiliares de los afectos basados en la sangre. En la familia patriarcal no. Como la familia extendida se estructura en torno a la utilidad más que alrededor de los afectos, y sobre valores dados y no elegidos, no se entienden como fractura las rupturas de la familia. No se asume como contradicción de afectos en el nivel psicológico de la personalidad. Al imponerse el castrismo cultural, se produce una dislocación en el sentido de la familia nuclear que dañará la base de la identidad cultural en niveles y dimensiones generales que son fundamentales en el proyecto de nación cubana.
Si la familia coincide con la sociedad ―por eso es extendida― en el concepto patriarcal de Estado, las cuestiones importantes tienen sentido en función de dos valores típicos de las aristocracias patriarcales: la fuerza y el poco sentido de la vida fuera de los dominios señoriales. Recordemos que estos son los valores primordiales del guerrero. ¿Qué es un cubano fuera del territorio del castrismo cultural? Nada. A lo sumo un instrumento útil en momentos de extrema necesidad. Precisamente el uso totémico del gusano como figuración para estigmatizar a quienes escapan o se niegan a vivir en los predios del castrismo cultural refleja, no solo la relación habitual que establece toda aristocracia rural con la naturaleza, sino el rebajamiento y el desprecio del resto de los seres humanos.
Semejante rebajamiento no es cubano. Los cubanos heredamos del humor hispánico medieval el mal gusto por la burla de los defectos humanos, fundamentalmente físicos. El humor de situaciones no es lo nuestro. Pero tampoco lo es el establecimiento de metáforas animales para identificar tipos humanos. Un hombre se puede comparar con un gallo o una rata, pero sigue siendo un hombre. Sin embargo, del símil (el hombre como) a la metáfora (el hombre es) va un importante trayecto cultural que marca la diferencia entre la vida y la muerte. El castrismo cultural sustituye el símil por la metáfora y recupera la pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del imperio. Recuperación labrada por el previo rebajamiento animal del homo civicus.
Esta, la negación absoluta del hombre cívico, es el eje del décimo rasgo del castrismo cultural que me detengo a analizar en sus perfiles más bastos: la combinación de pesimismo y metafísica. Una metafísica de la acción, no del pensamiento. Bebiendo en las enseñanzas jesuíticas, el castrismo cultural es la expresión nacional del pesimismo cristiano sobre el hombre después de La Caída. Librado a su albedrío y a su voluntad el hombre es autodestructivo, nos dice esta visión, y busca más la satisfacción de sus placeres y el encuentro con lo mundano que propiamente lo que le debe interesar para su salvación. Recuperarle es posible, nos sigue diciendo esta visión pesimista, pero solo mediante la guía certera de una elite bien formada, preparada e instruida en los adecuados instrumentos de salvación, que están solo disponibles, eso sí, para unos pocos elegidos. Y el hombre cívico está en contradicción radical con esa pretensión de que un grupo de autoelegidos le lleve por el camino del bien. Por eso el hombre cívico es aquel que elige.
Los jesuitas siguen siendo de este modo pesimistas respectos a los demás, pero recuperan el optimismo de los hombres para unos pocos de entre los suyos. Y, ¿qué es la salvación? El núcleo duro de esa metafísica que se coloca fuera de las experiencias corrientes, construidas por las pruebas de tanteo y error, y acumuladas creativamente, para ofrecer entonces un nuevo lugar de elevación humana para toda la vida. Metafísica significa más allá de la física es decir, más allá de la experiencia humana. Y es verdad que si ese utópico y beatífico lugar es alcanzable, solo puede serlo de la mano de alguien. Los jesuitas, ya no hoy por supuesto, organizaron auténticos ejércitos misioneros para implicarse con los hombres-criatura en cualquier parte del mundo ―más allá de las naciones―, ayudándoles a elevarse.
El castrismo cultural es la expresión en Cuba de esa combinación entre pesimismo y metafísica que se actualiza en una visión particular del concepto de Revolución, que montó su específico ejército revolucionario para desplegar en todas las zonas del mundo y que se molesta profundamente porque el resto de los hombres no se deja conducir hacia esas cotas más elevadas de posibilidades humanas con el fin, se nos remacha, de cerrar definitivamente el perverso ciclo iniciado con La Caída. Desde la psicología profunda, estas pretensiones nos pueden resultar hoy una solemne tontería sublimada, pero estamos frente a una experiencia mística que explica, por otra parte, la constante tensión histórica entre los jesuitas y el Vaticano. Entre el castrismo y toda autoridad comunista suprema.
Este pesimismo metafísico está desconectado completamente de la cultura cubana. El de revolución es, más bien era, un concepto tangible en la tradición política y social cubana. En nada distinto a los significados en el resto del mundo occidental, desde las revoluciones estadounidense y francesa: cambios radicales con sentidos más o menos sociales y libertarios, enfilados contra todas las cadenas que distanciaban naturalmente al hombre del poder que ejercían los demás, y del poder sobre sí mismo; fueran estas cadenas divinas, u originadas en la tradición o en la fuerza.
Lo cual significa que todas las revoluciones son contrastables por el simple hecho de que abren el proceso social al análisis de la razón y lo hacen accesible a los ciudadanos. Sin estos dos requisitos, que al mismo tiempo son resultados, no se podría hablar de una genuina revolución social o política. Una revolución que tiene como contenido semántico a la propia revolución, que no se puede descifrar racionalmente, que no se puede contrastar empíricamente y que no es accesible para los ciudadanos, no es exactamente una revolución tal y como era entendida hasta 1959. Sin embargo, es la Revolución tal y como se instituyó en Cuba después de esa fecha.
Este es el punto de partida para entender por qué la Revolución Cubana desnacionaliza la política, desnacionalizándose, para dar carta natural de revolucionarios dizque cubanos a todo extranjero que, sin saber nada de Cuba, viene a sentar cátedra política en el territorio nacional, hablando de y por los cubanos, en lo que constituye una nueva forma de representación política global sin base en la nación. Tal y como sucedió con la internacionalización de la aristocracia europea del siglo XVIII con sus alianzas supranacionales sin fundamento en sus propios pueblos. Y es el punto de partida, por otra parte, para recuperar la práctica del destierro de los cubanos desafectos, una práctica de la España imperial, desprotegiéndoles en el mundo. Un proceso político nacionalista comienza por proteger a todo ciudadano, independientemente de su condición y elección políticas.
Alejada, tras cada minuto que pasaba, de sus propios orígenes culturales, que determinaban sus propios objetivos, la Revolución Cubana iba asumiendo así su carácter metafísico ―más allá de toda experiencia― para estabilizarse como el concepto taumatúrgico en boca y en manos, no de una elite directora, sino de Fidel Castro, el único al que se le reconoce el derecho al libre despliegue de su optimismo: una de las epifanías de la voluntad.
De ahí derivaba su fuerza la Revolución Cubana: de la aceptación mundial de una visión pesimista del hombre, con cuarteles generales en muchas capitales, ―después de haber disfrutado irresponsablemente del vicio y de la prostitución durante los 50 años de “pseudo república”, se dice, los cubanos debíamos ser redimidos― y de la legitimación de que ese hombre caído podía ser salvado por un hombre más o menos lúcido, que atesora una opinión exageradamente positiva de sí mismo. Pero, ¿qué enmascara (ba) este concepto de revolución, psicológicamente primario e intelectualmente pobre? Un dato muy importante para entender al castrismo cultural: el pensamiento, heredado de la vieja España catolizante, que tiende a proyectarse a través de la eternidad. Sub specie aeternitatis se escribe en latín. Y la eternidad, como es sabido, no tiene territorio cultural específico.
¿Qué tiene esto que ver con Cuba? Absolutamente nada. Para los cubanos el tiempo es concreto; no está hecho para que se pierda en asuntos metafísicos. Y si no se le puede apropiar para la creación, debe ser empleado concretamente para el gozo. Las dificultades de los intelectuales orgánicos de la revolución para convertirse en elite directora del proceso ―afortunadamente― tienen mucho que ver con su incapacidad para hacerla comprensible al resto de sus compatriotas en su pretendida dimensión eterna. Y no solo por falta de entrenamiento metafísico o por la carencia de una previa doctrina intelectual: algo así como un Libro Verde o una idea Zuche cubanos; también porque nuestros intelectuales son hombres y mujeres mundanos, amantes de la riqueza, y de las cosas comunes y corrientes que identifican pilares bien arraigados de una cubanía muy visible y poco narrada. Son, a fin de cuentas, unos cubanos más en toda su radicalidad moderna, para los que el tiempo concreto cuenta.
Camino de salvación para la eternidad es el alimento primordial, digamos que el maná, para vivir la grandeza por sí misma de la revolución y del “socialismo”, con plena independencia de las realidades concretas. Así con la revolución y el “socialismo” cubanos sucede lo que con el futuro: son empíricamente indemostrables, pero existen. Y marcan las posibilidades. La única diferencia es que el futuro nunca llega antes de tiempo. Sin embargo, revolución y “socialismo”, que sí han ocurridos, se niegan a medirse con la realidad: lo que los hace grandiosos y metafísicos. Esa es la grandeza medieval: la que se afirma por su propia existencia y contra su propia negación. La que provoca ese sentimiento de gloria por el mero hecho de haber resistido para sobrevivir. ¿No se confirma la gesta gloriosa en el obstáculo que vence, antes de los restantes obstáculos por venir? Ella no vive del éxito sino del fracaso al que se ha llegado con determinación. Por eso la gesta, la gloria que no cabe en un grano de maíz, se ve a sí misma como rozando la eternidad. Y tiene que perdurar.
Toda esta incursión medieval en la que nos metió el castrismo tiene que aparentar modernidad, desde luego. Y para ello “eterniza” el socialismo. ¿De qué modo? A través de la constitución, para seguir siendo modernos. Lo que provoca una ligera sonrisa académica. Porque los teóricos y los pobres que se autorespetan reconocen que el socialismo no existe. El mismo Fidel Castro dijo en 1986 que en ese justo momento sí iba a empezar la construcción del socialismo; 28 años después de proclamado. De manera que algo que no existe se instituye 16 años más tarde como fundamento constitucional del Estado y la sociedad.
¿Es qué en ese corto y convulso tiempo se construyó el socialismo; precisamente en el momento en el que Cuba reinicia desde el Estado sus aventuras con el capital? ¿Cómo una petición de principio, algo que necesita ser demostrado después de anunciarse, se puede erigir en base constitucional del Estado? Un falso supuesto se institucionaliza como principio constitucional para regular la existencia de los cubanos perpetuos. Pero semejante aberración lógica, transformada en aberración jurídica, se explica por aquel fenómeno de pensar como eternidad, que subvierte el proceso de la cultura y bloquea el flujo de una matriz de mentalidad compleja nacida de una diversidad extremadamente rica de prácticas y de culturas.
Todo aquello es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba, y ha tenido como consecuencia grave un cambio, reparable sin duda, en nuestro imaginario: asociar el destino de la nación con un individuo. Nunca antes, ni siquiera en nuestra época colonial, se había producido semejante desarrollo.
El tipo, el concepto y la concepción de la familia es el noveno de los rasgos que diferencian al castrismo cultural de la identidad que iba cuajando en Cuba. La familia extendida, casi ampliada, que aleja a determinada generación de hijos del centro aglutinador a favor del mayorazgo (del hijo mayor), se distingue claramente del tipo de familia nuclear afectiva que surge tanto del barracón, como de la comunidad campesina y de las ciudades aburguesadas, de clase media y obreras que se edifican en Cuba.
En la familia rural extendida lo útil sustituye a los afectos, mientras que el mayorazgo garantiza la reproducción permanente de los viejos patrones patriarcales. Pero la familia nuclear afectiva funciona con otros criterios: el afecto va sustituyendo a lo útil ―la transición que en este sentido se va produciendo en la familia campesina, humanizándola, es clara― y la familia se abre al futuro de los hijos, en muchos casos diseñado por los padres pero con entera responsabilidad, casi siempre, por parte de los mismos hijos.
Las consecuencias de cada uno de los tipos y concepciones son evidentes y marcan un retorno cultural impresionante. Para empezar, el modelo patriarcal y de mayorazgo va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés. De hecho rompe con la figura occidental del héroe, que siempre refleja a un joven audaz y vigoroso rebelándose contra el padre. Que la Revolución cubana haya sido hecha por jóvenes no garantiza, a partir de este análisis cultural, que haya sido hecha desde la modernidad. En segundo lugar, la formación de valores no empieza en la familia nuclear afectiva por la utilidad del hijo para algo o para alguien, como sí ocurre en el tipo patriarcal, sino por la concepción y tradición de la familia respecto a lo que considera mejor tanto para el mantenimiento de ciertos valores familiares como para el hijo.
Por último, aunque no finalmente, la naturaleza afectiva de la familia, basada en las distintas concepciones cristianas, evita o vive como una tensión contranatural las fracturas por razones extrafamiliares de los afectos basados en la sangre. En la familia patriarcal no. Como la familia extendida se estructura en torno a la utilidad más que alrededor de los afectos, y sobre valores dados y no elegidos, no se entienden como fractura las rupturas de la familia. No se asume como contradicción de afectos en el nivel psicológico de la personalidad. Al imponerse el castrismo cultural, se produce una dislocación en el sentido de la familia nuclear que dañará la base de la identidad cultural en niveles y dimensiones generales que son fundamentales en el proyecto de nación cubana.
Si la familia coincide con la sociedad ―por eso es extendida― en el concepto patriarcal de Estado, las cuestiones importantes tienen sentido en función de dos valores típicos de las aristocracias patriarcales: la fuerza y el poco sentido de la vida fuera de los dominios señoriales. Recordemos que estos son los valores primordiales del guerrero. ¿Qué es un cubano fuera del territorio del castrismo cultural? Nada. A lo sumo un instrumento útil en momentos de extrema necesidad. Precisamente el uso totémico del gusano como figuración para estigmatizar a quienes escapan o se niegan a vivir en los predios del castrismo cultural refleja, no solo la relación habitual que establece toda aristocracia rural con la naturaleza, sino el rebajamiento y el desprecio del resto de los seres humanos.
Semejante rebajamiento no es cubano. Los cubanos heredamos del humor hispánico medieval el mal gusto por la burla de los defectos humanos, fundamentalmente físicos. El humor de situaciones no es lo nuestro. Pero tampoco lo es el establecimiento de metáforas animales para identificar tipos humanos. Un hombre se puede comparar con un gallo o una rata, pero sigue siendo un hombre. Sin embargo, del símil (el hombre como) a la metáfora (el hombre es) va un importante trayecto cultural que marca la diferencia entre la vida y la muerte. El castrismo cultural sustituye el símil por la metáfora y recupera la pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del imperio. Recuperación labrada por el previo rebajamiento animal del homo civicus.
Esta, la negación absoluta del hombre cívico, es el eje del décimo rasgo del castrismo cultural que me detengo a analizar en sus perfiles más bastos: la combinación de pesimismo y metafísica. Una metafísica de la acción, no del pensamiento. Bebiendo en las enseñanzas jesuíticas, el castrismo cultural es la expresión nacional del pesimismo cristiano sobre el hombre después de La Caída. Librado a su albedrío y a su voluntad el hombre es autodestructivo, nos dice esta visión, y busca más la satisfacción de sus placeres y el encuentro con lo mundano que propiamente lo que le debe interesar para su salvación. Recuperarle es posible, nos sigue diciendo esta visión pesimista, pero solo mediante la guía certera de una elite bien formada, preparada e instruida en los adecuados instrumentos de salvación, que están solo disponibles, eso sí, para unos pocos elegidos. Y el hombre cívico está en contradicción radical con esa pretensión de que un grupo de autoelegidos le lleve por el camino del bien. Por eso el hombre cívico es aquel que elige.
Los jesuitas siguen siendo de este modo pesimistas respectos a los demás, pero recuperan el optimismo de los hombres para unos pocos de entre los suyos. Y, ¿qué es la salvación? El núcleo duro de esa metafísica que se coloca fuera de las experiencias corrientes, construidas por las pruebas de tanteo y error, y acumuladas creativamente, para ofrecer entonces un nuevo lugar de elevación humana para toda la vida. Metafísica significa más allá de la física es decir, más allá de la experiencia humana. Y es verdad que si ese utópico y beatífico lugar es alcanzable, solo puede serlo de la mano de alguien. Los jesuitas, ya no hoy por supuesto, organizaron auténticos ejércitos misioneros para implicarse con los hombres-criatura en cualquier parte del mundo ―más allá de las naciones―, ayudándoles a elevarse.
El castrismo cultural es la expresión en Cuba de esa combinación entre pesimismo y metafísica que se actualiza en una visión particular del concepto de Revolución, que montó su específico ejército revolucionario para desplegar en todas las zonas del mundo y que se molesta profundamente porque el resto de los hombres no se deja conducir hacia esas cotas más elevadas de posibilidades humanas con el fin, se nos remacha, de cerrar definitivamente el perverso ciclo iniciado con La Caída. Desde la psicología profunda, estas pretensiones nos pueden resultar hoy una solemne tontería sublimada, pero estamos frente a una experiencia mística que explica, por otra parte, la constante tensión histórica entre los jesuitas y el Vaticano. Entre el castrismo y toda autoridad comunista suprema.
Este pesimismo metafísico está desconectado completamente de la cultura cubana. El de revolución es, más bien era, un concepto tangible en la tradición política y social cubana. En nada distinto a los significados en el resto del mundo occidental, desde las revoluciones estadounidense y francesa: cambios radicales con sentidos más o menos sociales y libertarios, enfilados contra todas las cadenas que distanciaban naturalmente al hombre del poder que ejercían los demás, y del poder sobre sí mismo; fueran estas cadenas divinas, u originadas en la tradición o en la fuerza.
Lo cual significa que todas las revoluciones son contrastables por el simple hecho de que abren el proceso social al análisis de la razón y lo hacen accesible a los ciudadanos. Sin estos dos requisitos, que al mismo tiempo son resultados, no se podría hablar de una genuina revolución social o política. Una revolución que tiene como contenido semántico a la propia revolución, que no se puede descifrar racionalmente, que no se puede contrastar empíricamente y que no es accesible para los ciudadanos, no es exactamente una revolución tal y como era entendida hasta 1959. Sin embargo, es la Revolución tal y como se instituyó en Cuba después de esa fecha.
Este es el punto de partida para entender por qué la Revolución Cubana desnacionaliza la política, desnacionalizándose, para dar carta natural de revolucionarios dizque cubanos a todo extranjero que, sin saber nada de Cuba, viene a sentar cátedra política en el territorio nacional, hablando de y por los cubanos, en lo que constituye una nueva forma de representación política global sin base en la nación. Tal y como sucedió con la internacionalización de la aristocracia europea del siglo XVIII con sus alianzas supranacionales sin fundamento en sus propios pueblos. Y es el punto de partida, por otra parte, para recuperar la práctica del destierro de los cubanos desafectos, una práctica de la España imperial, desprotegiéndoles en el mundo. Un proceso político nacionalista comienza por proteger a todo ciudadano, independientemente de su condición y elección políticas.
Alejada, tras cada minuto que pasaba, de sus propios orígenes culturales, que determinaban sus propios objetivos, la Revolución Cubana iba asumiendo así su carácter metafísico ―más allá de toda experiencia― para estabilizarse como el concepto taumatúrgico en boca y en manos, no de una elite directora, sino de Fidel Castro, el único al que se le reconoce el derecho al libre despliegue de su optimismo: una de las epifanías de la voluntad.
De ahí derivaba su fuerza la Revolución Cubana: de la aceptación mundial de una visión pesimista del hombre, con cuarteles generales en muchas capitales, ―después de haber disfrutado irresponsablemente del vicio y de la prostitución durante los 50 años de “pseudo república”, se dice, los cubanos debíamos ser redimidos― y de la legitimación de que ese hombre caído podía ser salvado por un hombre más o menos lúcido, que atesora una opinión exageradamente positiva de sí mismo. Pero, ¿qué enmascara (ba) este concepto de revolución, psicológicamente primario e intelectualmente pobre? Un dato muy importante para entender al castrismo cultural: el pensamiento, heredado de la vieja España catolizante, que tiende a proyectarse a través de la eternidad. Sub specie aeternitatis se escribe en latín. Y la eternidad, como es sabido, no tiene territorio cultural específico.
¿Qué tiene esto que ver con Cuba? Absolutamente nada. Para los cubanos el tiempo es concreto; no está hecho para que se pierda en asuntos metafísicos. Y si no se le puede apropiar para la creación, debe ser empleado concretamente para el gozo. Las dificultades de los intelectuales orgánicos de la revolución para convertirse en elite directora del proceso ―afortunadamente― tienen mucho que ver con su incapacidad para hacerla comprensible al resto de sus compatriotas en su pretendida dimensión eterna. Y no solo por falta de entrenamiento metafísico o por la carencia de una previa doctrina intelectual: algo así como un Libro Verde o una idea Zuche cubanos; también porque nuestros intelectuales son hombres y mujeres mundanos, amantes de la riqueza, y de las cosas comunes y corrientes que identifican pilares bien arraigados de una cubanía muy visible y poco narrada. Son, a fin de cuentas, unos cubanos más en toda su radicalidad moderna, para los que el tiempo concreto cuenta.
Camino de salvación para la eternidad es el alimento primordial, digamos que el maná, para vivir la grandeza por sí misma de la revolución y del “socialismo”, con plena independencia de las realidades concretas. Así con la revolución y el “socialismo” cubanos sucede lo que con el futuro: son empíricamente indemostrables, pero existen. Y marcan las posibilidades. La única diferencia es que el futuro nunca llega antes de tiempo. Sin embargo, revolución y “socialismo”, que sí han ocurridos, se niegan a medirse con la realidad: lo que los hace grandiosos y metafísicos. Esa es la grandeza medieval: la que se afirma por su propia existencia y contra su propia negación. La que provoca ese sentimiento de gloria por el mero hecho de haber resistido para sobrevivir. ¿No se confirma la gesta gloriosa en el obstáculo que vence, antes de los restantes obstáculos por venir? Ella no vive del éxito sino del fracaso al que se ha llegado con determinación. Por eso la gesta, la gloria que no cabe en un grano de maíz, se ve a sí misma como rozando la eternidad. Y tiene que perdurar.
Toda esta incursión medieval en la que nos metió el castrismo tiene que aparentar modernidad, desde luego. Y para ello “eterniza” el socialismo. ¿De qué modo? A través de la constitución, para seguir siendo modernos. Lo que provoca una ligera sonrisa académica. Porque los teóricos y los pobres que se autorespetan reconocen que el socialismo no existe. El mismo Fidel Castro dijo en 1986 que en ese justo momento sí iba a empezar la construcción del socialismo; 28 años después de proclamado. De manera que algo que no existe se instituye 16 años más tarde como fundamento constitucional del Estado y la sociedad.
¿Es qué en ese corto y convulso tiempo se construyó el socialismo; precisamente en el momento en el que Cuba reinicia desde el Estado sus aventuras con el capital? ¿Cómo una petición de principio, algo que necesita ser demostrado después de anunciarse, se puede erigir en base constitucional del Estado? Un falso supuesto se institucionaliza como principio constitucional para regular la existencia de los cubanos perpetuos. Pero semejante aberración lógica, transformada en aberración jurídica, se explica por aquel fenómeno de pensar como eternidad, que subvierte el proceso de la cultura y bloquea el flujo de una matriz de mentalidad compleja nacida de una diversidad extremadamente rica de prácticas y de culturas.
Todo aquello es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba, y ha tenido como consecuencia grave un cambio, reparable sin duda, en nuestro imaginario: asociar el destino de la nación con un individuo. Nunca antes, ni siquiera en nuestra época colonial, se había producido semejante desarrollo.