"De pensamiento es la
guerra mayor que se nos hace:
ganémosla de pensamiento.”
José Martí
Hace apenas 500 años el Verde Caimán del Caribe, la
Isla Hembra- así es llamada Cuba por los poetas, quizás por verde, estrecha y
larga, como si flotara siempre, siempre poseída -, estaba habitada por
aborígenes a quienes la benevolencia del clima les permitía vivir sencilla y
naturalmente como si todo el cuerpo fuera la cara.
A fuerza de fuego, espada, enfermedades y muerte
implantaron - y diz que en el nombre de
Dios -, una sociedad, estado y derecho extraños, culminantes de una realidad
foránea especialísima, que la... ¡siempre! ... isla de Cuba no vivía. Fue una
sociedad con elementos sacrificados, un estado y un derecho precarios, donde se
confundían las potestades políticas, militares y en algunos casos las
judiciales, en los mismos funcionarios y que, quinientos años después, en los
albores del siglo XXI, a pesar de las coyunturales variaciones, sobrevive con
los típicos dictadores latinoamericanos.
ganémosla de pensamiento.”
José Martí
La civilización, sin embargo venía de antaño. El mundo
ya estaba dividido en la concepción oriental de la sociedad, el estado y el derecho,
que ha seguido un desarrollo colectivo, colectivizante, de hombres que de
servidores de la sociedad, en la mayoría de los casos, han devenido en servidos
por los pueblos, cuyos más claros ejemplos lo han sido, a través de la
historia, los regímenes despóticos de Egipto, Mesopotamia, la India y China, en la
antigüedad, y en la era moderna los gobiernos totalitarios de Europa del Este,
tras la Cortina de Hierro; y la
concepción occidental, que ha procurado el
desarrollo de la propiedad privada, del individuo, haciéndolo ciudadano para
erigirlo en soberano en un estado de derecho a su servicio y que tiene en el
cristianismo su base espiritual. Europa, espacio vital de occidente, había
disfrutado de una unidad estructural; la que le ofreció el imperio romano, que
no sólo fue un hecho militar, una fuerza política, sino un movimiento
civilizador, creador de humanidad, de sociabilidad, de vida en común, del
derecho romano, y que llegó a tener por más de mil años la esencia de toda una
cultura en un idioma común; el latín.
El desarrollo científico del siglo XV, le permitió al
Viejo Continente, "buscar nuevas rutas para el
comercio" por lo que en 1492, el más iluminado de los
almirantes vio la tierra más fermosa que ojos humanos han visto, con la
ignorancia de creer que Haití era Cipango y que Cuba era la China, y que los
habitantes de Japón y China eran los
moradores del país de las vacas sagradas, y todos, aún hoy, lo nombramos el
Descubridor, como si los primeros pobladores, que habían llegado saltando de
isla en isla a través del Mar Caribe, no conocieran la tierra que, pisaban sus
plantas de la Punta al Cabo.
Colón, el precursor de la cristianización de América -
a costa del sacrificio de los nativos y sus valores - había expresado su
intención de coronarse Virrey de las nuevas tierras. “Y, en su diario escribió
la palabra oro 139 veces y la palabra Dios o la frase Nuestro Señor sólo 51, y
el 27 de noviembre de 1492 consignaba: tendrá la cristiandad negocio en
ella".[1]
Para muchos el Descubrimiento, el Encuentro entre dos
Mundos o el Nacimiento de América - hay cosas para las que no hay nombres -,
fue un hecho simplemente reaccionario, y para algunos, hasta casual, como si
los fenómenos sociales, complejos y simultáneos, no fueran el producto de
infinitas causas, inalcanzables, la mayoría de ellas, a la razón humana. Cada época histórica tiene su propio discurso.
Hoy no es fácil asimilar que Cristóbal Colón no sea el Descubridor de América,
pues entonces Humbolt no sería el Segundo, como lo proclamamos nosotros mismos,
sino el Tercero, y el sabio Don Fernando Ortiz no sería el Tercer Descubridor
de Cuba, sino el Cuarto. ¡Y, que sería de nuestra historia sin el mito de las
Tres Carabelas!
Abierto el camino por Cristóbal Colón, se apareció,
tras su ruta, en 1512, por el oriente del largo lagarto verde, Diego Velázquez,
capitaneando a trescientos hombres, los que, por sus procederes, santos y señas
reflejaban ser genízaros sin empleos que, escapados de las secas, ásperas y delirantes laderas
de Castilla – roca viva y vieja angustia de España -, invadidas por los rebaños
trashumantes, con la esperanza de encontrar suelo fértil y enriquecerse con el
pillaje, procuraron aventuras envolviéndose en las expediciones de los
conquistadores a las Indias Occidentales; y otros, no se sabe de
qué gitanos de las cuevas de Sacromonte, o
presidiarios, bagarinos, galeotes, herreros o artistas de Triana
–diestros en sustraer y camuflar-, que cantaban, bailaban y lloraban a la vez,
viviendo un presente sin ayer ni mañana, que habían llegado del oriente a
Sevilla por el Estrecho de Gibraltar, y que
después del edicto de los Reyes Católicos, por el cual los egipcianos debían
abandonar su vida itinerante y establecerse
en tierra fija, eligieron la mar, hasta
llegar al verde cocodrilo con ojos de piedra y agua, tendido, como en un bostezo,
en la boca abierta de Las Américas.
[1] Eduardo Galeano. Cinco siglos
de prohibición del arcoiris del cielo americano. Ser como
ellos y otros artículos, Siglo Veintiuno de España Editores, España, 1992
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