viernes, 25 de marzo de 2011

EL LOBO, CAPERUCITA, ENA LUCIA PORTELA Y YO


La autora asegura que intentó escribir sobre un hombre que se tragó completa la papa del comunismo.

Armando de Armas / martinoticias.com 24 de marzo de 2011

Foto: Cortesía de Ena Lucía Portela

"Regresé al cuarto. Me arrodillé frente a la mesita de noche y extraje de la gavetona mi Beretta 22. Le inserté un cargador, le quité el seguro y la rastrillé".
Escrita en habanero y con humor la novela de Ena Lucía Portela, Cien botellas en una pared (Premio Jaén, España, y Premio Prix Deux Océans-Grinzane Cavour 2003, Francia), anatomía de un doble homicidio, nos sitúa en la capital cubana de los años 90 de la mano de Zeta y su amiga Linda, escritora de thrillers, quienes nos adentran en un ámbito marginal que no aparece en las guías para turistas. La obra ha sido traducida al francés, portugués, holandés, polaco, italiano, griego, turco e inglés.

La autora ha publicado además los volúmenes de cuentos Una extraña entre las piedras (1999) y Alguna enfermedad muy grave (2006). Su relato El viejo, el asesino y yo fue galardonado con el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional en 1999. En mayo de 2007 Ena Lucía resultó seleccionada entre los 39 escritores menores de 39 años más importantes de América Latina.

La obra de Ena Lucía se estudia ya en la Universidad de Madison en Wisconsin, en la City University of New York, en la Universidad de California, en la Sorbona, en Leyden, en Gotemburgo, en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la Universidad de Kansas, y reseñas sobre sus libros han aparecido, entre otros, en periódicos y revistas como Le Monde, Libération, Le Humanité, Le Figaro, Telerama y La Femelle du Requin.

La autora nació en La Habana en 1972 y es Licenciada en Lenguas y Literaturas Clásicas. Ha publicado además las novelas El pájaro: pincel y tinta china (1999), traducida al italiano, y La sombra del caminante (2006).

Con motivo de la reciente salida en Estados Unidos, por el sello Stockcero, de la edición crítica de Cien botellas en una pared, a cargo de Iraida H. López, Ena Lucía Portela concedió la siguiente entrevista a Armando de Armas en exclusiva para martinoticias.com.

MN. ¿Por qué ese inquietante título (inquietante a pesar de las reminiscencias infantiles o inquietante, quizá, por las mismas reminiscencias infantiles) de Cien botellas en una pared?

ELP. Me alegra que te inquiete, je je je. Pero te confieso que a mí no me inquieta en absoluto. Me pareció que podía resultar original, sin mucho rebuscamiento. Y luego descubrí que en los catálogos de las bibliotecas y librerías aparece justo a continuación de Cien años de soledad, lo cual no deja de divertirme.

MN. ¿Hay algo inquietante, truculento, en las historias infantiles?

ELP. Sí, ahí sí. Mucho. En la historia de la Caperucita Roja legada por la tradición oral, que fue la que recogió Perrault en sus Cuentos de Mamá Oca, el lobo se despacha a la chamaquita desobediente. ¿No te parece algo excesivo, onda el Coliseo romano? Luego los hermanos Grimm arreglaron un poco las cosas, añadiendo a un leñador que la salva en el último minuto. Pero a Barba Azul no hay quien lo arregle. El tipo es un serial killer completo, malo cantidad. Y mira a Andersen con sus tragedias. El Soldadito de Plomo derritiéndose, pobrecito. ¡Y qué decir de la Sirenita convertida en espuma de mar! Aunque a ésa sí que la arregló la Disney, incluyendo a ese delicioso personajillo, el inolvidable Sebastián Crustáceo, para alegría de amiguitos, papaítos y abuelitos. No hay que perder las esperanzas.

MN. ¿Qué hace una niña vestida de rojo en un bosque verde por donde además merodea un lobo feroz?

ELP. ¿Qué tú crees, Mandy? ¡Buscarse problemas! Ella es la máster en eso. Mira, para que veas la clase de berenjenales en que se puede meter una tierna e ingenua Caperucita Roja del siglo XXI, te adjunto un fragmentico de mi novela in progress, La última pasajera.



"...Para mayor infortunio mío, a esas alturas del match el Lobo Feroz ya conocía mi verdadero nombre. Me refiero al que reza en todos mis títulos, contratos, tarjetas, licencias y pasaportes, en el registro civil, en la guía de Ciudad de La Habana y en el fichero de la DSE, esto es: Raquel Newman Mordzinsky, alias "Caperucita Roja".

Bueno, lo de Caperucita no reza en ningún lugar. Nadie, salvo mi papirriqui, me ha llamado jamás así. Me endilgó ese apodo entre jadeos, en un paroxismo de calentura, hacia finales de marzo de aquel mismo año. Se la ponía como una cabilla -alardeó- el nickname de la chulita retozona y desobediente que mataperreaba por el bosque frondoso en busca de acción. Y siguió aplicándomelo aun después de conocer mi nombre oficial, pues ese otro le sonaba -sentenció con fingida tristeza- muy cheo. Cuando sobrevino el arresto ya me había comentado que yo, con un semejante primer apellido, New-man, traducible del inglés como "hombre nuevo", debía ser la chula más ñángara del planeta (...) Y ahora estaba acá muy solita, encuerita, inerme, sin plan B ni salida de emergencia. Acorralada. Contra la esquina. Envuelta en llamas.

Cuando al fin logré levantarme, fui al baño intercalado entre el estudio y mi cuarto. Una tenue claridad se filtraba por el cristal de la ventana. Saqué del botiquín un sobre con tres pastillas diminutas y me las tragué con agua de la pila. En otras circunstancias jamás habría hecho eso. Me sequé las manos, que me temblaban, y volví al estudio.

En uno de los libreros, tras un obsoleto Manual Merck del doctor Newman, había escondido seis días atrás, para evitarme tentaciones, una botella de Chivas Regal. Cuando aquello aún esperaba que el Lobo Feroz me telefoneara para salir juntos en la Nissan. Ya no. Agarré, pues, la botella y me soplé un cañangazo. Luego otro. Y otro.

De nuevo en el baño, cogí del clóset un batín de felpa negra y me lo puse. Poquito a poco iba relajándome. Entre las píldoras y el whisky, lo que tenía dentro era una especie de coctel molotov con la mecha prendida.

Regresé al cuarto. Me arrodillé frente a la mesita de noche y extraje de la gavetona mi Beretta 22. Le inserté un cargador, le quité el seguro y la rastrillé.

Me incorporé. A pocos metros había en la pared un póster de Rusell Crowe con disfraz de gladiador (ahora, en el mismo sitio, hay uno de Johnny Depp vestido como un gángster de los años 20). En la postura Weaver, con las piernas algo separadas, apunté al entrecejo del gladiador, primero con la derecha y luego con la zurda. Perfecto. Pulso firme. Cero tembleques. Nada de retortijones de barriga ni de sudor frío. Aquella opresión horrible que minutos antes me atenazaba el pecho había desaparecido por completo.

Apoltronada en la cama, con la pistola bien a mano, encendí un cigarrillo. Estaba lista. ¿Y los fianas qué? Le eché un vistazo a mi reloj pulsera. Hum. ¿Por qué se tardaban tanto? Esos imbéciles… Eran las 8:43 a.m., hora de verano".

MN. Hay algo que llama la atención en la edición crítica, por demás excelente, de tu novela Cien botellas en una pared, y es que en las notas a pie de página en lo referente a la problemática política actual de la isla, la autora, Ena Lucía Portela, suele llamar a las cosas por su nombre, mientras que la editora, Iraida López, suele ser cuando menos eufemística, como si los miedos de la autora, que vive en Cuba, hubiesen emigrado con la editora, que vive en Estados Unidos. ¿Cómo ocurre eso? ¿La isla, el régimen de la isla, exporta, extrapola los miedos internos?

ELP. Pues claro que los exporta. ¿O si no de dónde tú crees que salen todos esos cubanos que, residiendo fuera de la isla, apoyan al régimen? A un extranjero, quiero decir, a un no-cubano, tal vez se le podría creer que el pobre ignora lo que pasa aquí realmente, que no capta bien el meollo del asunto. Pero a un compatriota, no. Por ñame que sea, no. Hay miedo. O intereses. O ambas cosas.

Uno de los cocos más utilizados por el régimen con el propósito de intimidar y manipular cual si fueran marionetas a los cubanos residentes en el exterior, es el tristemente célebre «permiso de entrada». O sea, la disposición de que cualquier persona que haya nacido en Cuba y viva en otra parte tiene que solicitarle una visa a las autoridades migratorias cubanas para ingresar aquí, en su país de origen, lo mismo si viene a un congreso académico o a visitar a algún familiar. Tú sabes, ha habido algunos casos famosos y otros, muchísimos, anónimos, de cubanos que a lo largo de más de medio siglo no pudieron ver crecer a sus hijos o morir a sus viejos sólo porque un gobierno dictatorial que con el mayor descaro del mundo se pretende defensor de los valores familiares (ojo al affaire Elián González), les negó el «permiso de entrada». Eso asusta, ya que los cubanos en general somos bastante familiosos y andamos en tribu. Hay quienes logran sobreponerse al miedo y actuar con dignidad, pero hay quienes no. ¿Qué se le va a hacer?

También se da el caso, sobre todo entre intelectuales, escritores, académicos y tal, mucho menos excusable en mi opinión, de cubanos residentes en el exterior que se pirran por venir a la isla no precisamente por razones familiares o de índole humanitaria, sino porque aquí los agasajan y los tratan como si fueran el flan de la servilla, haciéndoles olvidar aunque sea por un ratico lo mediocres y grises que son, una realidad de la que no pueden escapar en los países en que residen. Esas caricias en los egos operan como una droga fortísima, y hay que ver el cinismo con que estos acariciados defienden lo indefendible. Oye, que ni en la Mesa Redonda.

Yo creo en la libertad de expresión, creo en el derecho de cada persona a opinar como se le antoje, sea quien sea y viva donde viva. Y justamente en ejercicio de ese derecho, que también me asiste a mí como ser humano que soy, digo que proclamar como bueno para otros lo que no se sufre en carne propia constituye, desde el punto de vista de la ética, una soberana inmundicia.

MN. Hay una versión optimista y una pesimista acerca de las relaciones del mundo exterior con los regímenes totalitarios. La optimista asevera que todo contacto de una persona proveniente del exterior con el totalitarismo suele airearlo y descontaminarlo, contribuyendo así a fomentar la libertad al interior del país. La pesimista sostiene que es al revés, que todo contacto de una persona proveniente del exterior con el totalitarismo suele enrarecer, contaminar a dicha persona, contribuyendo no a la libertad al interior del país, sino a la esclavitud en el exterior. ¿Eres optimista o pesimista al respecto?

ELP. Si por «contacto con el totalitarismo» te refieres a alguna clase de negociación amigable o acuerdo bona fide con el régimen cubano, te confieso que soy pesimista. Ellos no negocian en verdad. Cuando no les queda más remedio, lo fingen. Pero luego, a la hora de cumplir con los compromisos contraídos, se guillan, hacen maraña, inventan el agua fría. Huelgan los ejemplos.

Ahora bien, si por «contacto con el totalitarismo» te refieres a un acercamiento a los cubanos de a pie que residimos en la isla, a nuestro pueblo propiamente dicho, soy muy optimista.

Aquí se vive bajo el bombardeo constante de la propaganda oficial. El gobierno controla todos los canales de televisión, todas las emisoras de radio y toda la prensa escrita, y se vale de ello para freír los cerebros de la gente con su machacaleta goebbeliana. Es difícil defenderse de esto, máxime cuando, además, tienes que invertir la mayor parte de tu energía en la lucha concreta por la supervivencia, o sea, en forrajear la «jama», como decía Pánfilo.

Nadie puede elegir realmente entre una dictadura totalitaria y alguna otra cosa cuando ignora que esa otra cosa existe en la vida real, y de un modo bien distinto a como te la pintan día tras día en los medios oficiales, es decir, en todos los medios. Por eso considero altamente positivo todo lo que contribuya a romper el monopolio de la información que detenta el régimen.

Hoy en día, gracias al auge de Internet y la telefonía móvil, ya empiezan a abrirse algunas grietas en ese muro, mientras que poco a poco va creciendo nuestra todavía joven sociedad civil. Cada vez somos más los que desde aquí adentro, con nuestros aciertos y nuestros errores, con nuestros acuerdos y nuestras discrepancias, con nuestras virtudes y nuestros defectos, nos expresamos abiertamente en contra del régimen. Pero el acceso a esas nuevas tecnologías es aún muy precario, muy limitado. Cuba sigue siendo, como dice Yoani Sánchez, «la isla de los desconectados». De ahí la importancia de los contactos con el mundo exterior.

Pienso que el totalitarismo, esa criatura de Jurassic Park, está bien caduco, que más allá de las amenazas y los sobornos de rutina, carece de un auténtico poder de convocatoria. La democracia liberal, en cambio, es la fe política de nuestro tiempo. Quiero decir, algo que millones y millones de personas en el mundo entero simplemente dan por sentado como el deber ser de un país. Los demócratas, pues, no debemos temerle al contacto, a la confrontación, al debate. Son ellos, el régimen y sus voceros, quienes están contra la esquina.

MN. ¿Cómo se te ocurrió meter un megaterio en una cuartería de La Habana?

ELP. Bueno, Mandy, en realidad no se me ocurrió a mí. Se les ocurrió a mis ilustres vecinos de esa misma cuartería, que para más folclor tenían al feroz bicho (un rottwailer, creo) literalmente suelto y sin vacunar, aterrorizando al personal. ¡Tremendo mal genio que se mandaba ese perro! Yo le tenía pavor, figúrate, con esos colmillos y esa cara de malo... Aunque igual no me parece tan extraño que donde hay cerdos, gallinas, jicoteas, pavos, jutías y otros especímenes no muy urbanos, también esté Cujo, el perro asesino. Así de pintoresco es mi barrio.

MN. ¿Pululan los megaterios en La Habana?

ELP. Veo que el megaterio te ha impresionado. No eres el único, ¿sabes? Otros lectores me han dicho que el personajillo en cuestión les resulta de lo más entrañable, fíjate, pese a todas las tropelías que comete, y que evidencia mi simpatía hacia los animales, por estrafalarios que sean. Uno de mis editores europeos consideró, en cambio, que yo debía tener una mente muy pervertida y sucia, ya que sólo así podría ocurrírseme que un perro tuviera relaciones sexuales, para colmo homosexuales, con un cerdo. Cómo se ve que ese señor no sabe nada de perros, je je je...

Y respondiendo a tu pregunta, no. Por fortuna los megaterios no pululan en nuestra ciudad. Lo que sí hay algunas personas que ladran (y si las dejan hasta muerden) en los mítines de repudio que el régimen, no conforme con todo aquel horror que desencadenó en 1980, ha vuelto a poner de moda. Viendo las barbaries que el Homo dizque sapiens es capaz de perpetrar contra sus semejantes, pienso que deberíamos ser más comprensivos con los perros de verdad.

MN. ¿Qué es, qué representa el iracundo Moisés? ¿Quiénes son, qué representan «ellos», los enemigos contra los que constantemente arremete tu personaje?

ELP. Verás, eso yo prefiero dejárselo, al menos en última instancia, a la interpretación de cada lector. Siempre he tratado de no ser autoritaria ni como narradora ni como comentarista de mis propios textos narrativos. Lo que sí puedo decirte es que intenté escribir sobre un hombre que se tragó la papa del comunismo completa. Quiero decir, que se creyó todas las turcas del régimen y que, siendo magistrado del Tribunal Supremo, debió ratificar condenas a muerte no siempre ajenas a la política. Luego, con el derrumbe del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991, el tipo finalmente abre los ojos. Y se espanta, lógico. Para él, que fue responsable de que corriera la sangre, ya no hay vuelta atrás. Es así como se le funde el bombillo, mientras el régimen trata de fabricarse una nueva ideología, apelando, como es típico de los fascistas, al nacionalismo extremo (nada raro si tomamos en cuenta que Fidel Castro fue en su juventud fan número uno de Benito Mussolini). Moisés se siente estafado por «ellos», y también siente que fue imperdonablemente ingenuo, por lo que vive suicidándose poco a poco.

Aunque igual para los que tildaron Cien botellas... de «novelita comercial» y de ser una muestra de mi presunta «disidencia light», Moisés se vuelve loco simplemente porque sí, porque le da la gana, o quizá para complacer a los editores capitalistas, quienes adoran publicar libros acerca de personas que pierden la chaveta sin ningún motivo. En fin, Mandy, como te decía al principio, mejor dejemos que cada cual interprete lo que le plazca.

MN. ¿Te atrae la violencia?

ELP. Por supuesto que no. Una cosa es tratar sobre la violencia en una obra de ficción y otra cosa muy distinta es ponerla en práctica o instigar a otros para que lo hagan.

MN. Tu personaje Linda Roth se maneja muy bien con un arma en la mano. ¿Qué piensas del derecho a tener y portar armas?

ELP. Linda es lo que pudiéramos llamar feminista por cuenta propia. Bien podría hacer suyo el eslogan que reza: «Dios creó al hombre y a la mujer; Sam Colt los hizo iguales.»
Creo en el legítimo derecho de los ciudadanos a tener y portar armas. Hablo de pistolas y rifles, claro, no de tanques, submarinos u ojivas nucleares. En ese tema, como en otros muchos, estoy a favor de la libertad individual. Con la consiguiente responsabilidad, desde luego. Me parece muy supersticioso responsabilizar a las armas, que en definitiva son meros objetos, por las cosas horribles que algunas personas hacen con ellas. Vamos, es como echarle la culpa del tarro, quiero decir, del adulterio, al sofá. Nadie se convierte en un asesino por el simple hecho de tener un arma. Las causas de la violencia son, a mi entender, un poquito más complejas. Pero claro, ya se sabe que prohibir siempre resulta más fácil (y más satisfactorio para ciertas mentalidades) que buscar soluciones alternativas a los problemas.

Este es un rollo bien controvertido, lo sé, y respeto el derecho de quienes opinan distinto a mí a expresarse de la manera que ellos estimen más adecuada. En los tantísimos debates sobre este tema de los que he tenido noticia, lo primero que salta a la vista es que todos los participantes, ya sea que estén a favor del control de armas o en contra, son buenos ciudadanos, personas deseosas de cumplir con la ley. Porque los delincuentes sí que no discuten sobre esto. Qué van a discutir. Ellos tienen las armas y sanseacabó.

Aquí en la isla, naturalmente, hay control de armas. «¿Armas para qué?» decía Fidel Castro al inicio de la década del 60, muy preocupado sin duda por la posibilidad de que le hicieran a él lo que él le había hecho a Batista. Sin embargo, la instrucción militar es obligatoria, no sólo para los varones, quienes tienen que hacer el Servicio, sino para cualquiera que curse estudios preuniversitarios. Hay una consigna que dice «Todo cubano debe saber tirar y tirar bien» (que hace reír de lo lindo a otros latinoamericanos en cuyos países «tirar» es sinónimo de tener relaciones sexuales). En los 80, cuando yo estaba en el Pre, la preparación militar, como le decían, era una asignatura más. O la aprobabas, o te ibas de la escuela. No valía objeción de conciencia ni un bledo. Un atropello grandísimo contra pila de gente, hombres y mujeres, a quienes no les gustaban las armas y que si por ellos hubiera sido jamás en la vida hubiesen tocado ninguna. Ahí tú ves cómo el régimen se las arregla para coartar las libertades individuales de todo el mundo: Dime qué quieres, para no dártelo; dime qué no quieres, para encajártelo a la cañona.

MN. Y, ya que hablamos de violencia, ¿ves algún paralelismo entre la situación libia y la cubana? ¿Lo ven las autoridades?

ELP. Gadafi me suena bastante familiar cuando llama «revolución» a su dictadura de varias décadas, cuando asegura que los medios de prensa occidentales distorsionan la realidad de Libia y cuando descalifica a los opositores a su régimen, acusándolos de cuanta barbaridad se le ocurre. En cuanto a las autoridades de la isla (entiéndase Fidel Castro, que es quien marca la pauta en lo relativo a la política internacional), algún paralelismo habrán de ver, digo yo, cuando se solidarizan al descaro con un sátrapa que no tiene escrúpulos a la hora de reprimir violentamente a su pueblo. Nada asombroso, a decir verdad. Fue lo mismo con Milosevic, con Saddam Hussein y con otros de igual calaña.

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