MI AMIGO EL AMERICANO
Por Alberto Rodríguez Lopez
(desde Cuba)
Esta crónica está dedicada a mi hermano Faisel.
Aunque sé que será el primer sorprendido,
él
me enseñó a mirar el entorno con mansedumbre y sensibilidad.
No basta tener sensibilidad, para observar
con sensibilidad.
Diciembre tuvo
día significativo sin relación con el venerable 17 de parte de la ciudadanía
cubana. No sólo día de Babalú Ayé, san
Lázaro en el sincretismo. Fue jornada en
que Estados que se escudriñaron desconfiados más de medio siglo, publican
intenciones de dialogar.
De pura
casualidad mi amigo el americano estaba sobrio.
No ocupaba su espacio en los portales de Prado ¾no
tiene casa, vive en calle¾ y meditaba la manera de recuperarlo
bajo un techo que se desploma, entre columnas que le protegen de los
elementos. Sus lugares alternativos,
habían sido tomados por la pasión constructiva musulmana suní, que levanta
hoteles en cráteres citadinos.
Sacudido por
agentes del orden para que »moviera el
esqueleto«. Un gerente del
restaurante contiguo al refugio delató su mugriento espectáculo para el
turismo. Mi amigo bucea latas de
aluminio en basureros y las vende a Recuperación de Materias Primas, a 8 pesos ¾centavos de dólar¾ el kilogramo.
Debido a la competencia, contrajo deudas imposibles de honrar. Si me pide el bolsillo está magro. Dice que como empresario me supera, soy un
muerto de hambre que escribe musarañas.
Cuando tengo calderilla le compro pan con una lasca [quita] de jamón, si el poso de mi bolsa
paga el importe. A veces come, en
ocasiones lo cambia por lo que de inicio necesitaba, ron o sucedáneos. Entonces se escucharon gritos: llegaron americanos, es el americano, o del
americano. Mi amigo sintió la presencia
de su par.
El grito se
trocó alarido: le fachó la cadena, aulló
uno con cara de jabalí. Viandantes
subían Prado con rostros de ira en dirección a los leones asustados. ¿Cacería de leones de bronce, en safari
citadino? Mi amigo quedó de una pieza y
extrañó la melopea que le hacía pasar por el clásico eximido de responsabilidad
penal. Ése ¾señaló cara de jabalí con colmillos espumosos¾ ése fue el que fachó la cadena. Mi amigo se señaló a sí mismo, acción
condicionada, mano de títere que partió el hilo de la preservación. Jabalí tomó iniciativa y arengó la tropa. Se había sumado una escolta de azules del
orden, negras tonfas dando mandobles, esposas abiertas, y las Makarov con sus
nueve milímetros prestos a encontrar carne.
Era sin equívoco un safari.
Mi amigo se
registró inquiriendo una cadena, aunque fuera la de descargar el añorado
inodoro en la que fue su casa de Buena Vista.
La Culpa lo asaltó. Podría sin
tener cadena alguna decir que había sido el ladrón ¾martillaba la gritería de Jabalí y sus porteadores
azules: ¡míralo, el que fachó la cadena,
cógelo, cógelo!¾, que no recordaba dónde la había
dejado. ¿La había dado a un barman de
Neptuno que le decían el Manco a cambio de un pepino con Hueso de Tigre,
o cambiado por un alcoholímetro?
Atrayéndolo como un imán, La Culpa lo arrastraba al colimador de la
justicia impartida a nombre del pueblo.
El safari
engordaba, Jabalí había obtenido grados de comandante. Porteadores y escopeteros recibían sus
órdenes con el respeto de una sincrónica cadena de mando. Si no me gustan las cadenas ni siquiera para
privar de libertad a mi perra, el safari debía estar en un error áureo. Sin dudas un asunto relativo a la
cinemática. Mi amigo y yo,
petrificados. Había un problema de
Física, territorio donde mi amigo se movió con soltura. Detenidos, temblorosos en los portales de
Prado. Y el safari perseguía. Jabalí bufaba, se le inflamaban pelos
espumosos. Clavó patas: cógelo chino.
La sombra tras nosotros capturada por la avanzadilla, o en buena
terminología guerrillera, apresada por la vanguardia.
Apareció el
americano echando carrerita peligrosa para su corazón. Visibles improntas en el cuello de que le
habían arrebatado una cadena. Mi amigo
se sintió, ante su par, viejo con parásitos marcado por cicatrices. Jabalí, comandante al fin, arengó que el
pueblo no permitirá arrebatasen cadenas a los turistas americanos. Del safari gritaron que amigos de los
imperialistas, destriparemos arrebatadores de cadenas aunque representen el
sudor de pueblos oprimidos. Jabalí lo
cortó tirándole una mordida de ajuste ideológico de nuevo manual. El americano agradeció con acento
sureño. Llegó el Geely, cargaron al
antisocial cercado por vivas al pueblo de
Linchón. Deseaban decir Lincoln, sin
éxito.
Despejado el
enrarecido apareció Ramona. Me pidió
cambiara su nombre, si describía el suceso.
Es la novia de mi amigo, que obtuvo alias cuando tenía pelo rubio por
los años setenta. Profesor de Física de
un preuniversitario en la ciudad, hoy herida de cráteres y paisaje lunar. Se alcoholizó por motivos relacionados con su
lengua. Su vida se fue por el
tragante. Ramona, de Guantánamo, tiene
veinte años menos. Hacen el amor cuando
encuentran un recoveco mediando la caneca recargable. Ramona dijo que conocía al supuesto
delincuente. Nos miramos con
extrañeza. Fue calabocero, aseguró, de
la unidad de policía de Picota. Subiendo
en el escalafón, hace trabajo operativo secreto.
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