Por Alberto Rodriguez
Un día se fue. Cuando uno sale no sabe hasta dónde va a llegar.
Faisel Iglesias.
Un día se fue. Cuando uno sale no sabe hasta dónde va a llegar.
Faisel Iglesias.
Conocí a
Faisel a mediados de los años ochenta cuando ni la más encumbrada pitonisa,
sentada en su trípode de Delfos, podría soñar con el derrumbe del muro de
Berlín. Nuestros pitonisos —lo siento, por este meridiano abundan— ni siquiera lo presintieron en sus más oscuras
pesadillas de pérdida de poder político.
Faisel era ya un abogado penalista que sabía con maestría ejecutar la
vivisección de una causa penal, hasta acceder a su más profunda impiedad y
derrumbar a golpes de corazón y técnica las peticiones fiscales. La elocuencia
de su verbo y la iluminación de su discurso llegó a tal relieve que el mismo
Jefe de Estado, nada menos que esa categoría histórica (para bien o para mal), el
Comandante en Jefe, veía por control remoto desde su encumbrada oficina los
alegatos del joven letrado. Prueba de ello es que terminado el juicio del caso
de Tarara en 1992, donde serian fusilado unos jóvenes que, sorprendidos en
medio de una oscura madrugada, cuando intentaban salir del país ilegalmente,
entablaron un tiroteo con la policía matando a tres oficiales, Fidel Castro, en
un discurso a toda Cuba, desde el cementerio donde seria sepultado el soldado Pérez
Quintosa (que por cierto, antes de morir expresó que el representado por el
joven abogado no había sido quien le disparó), parafraseó a Faisel y
veladamente lo amenazo: … “hablaron conmigo para quitar al abogado, pero yo
dije que no”, expresó. ¡Horrendo! Nada menos que el propio Jefe de Estado y
de Gobierno reconocía que el quitaba y ponía abogados, violando los más elementales
derechos del acusado.
Para ese
tiempo, Faisel tenía conciencia – como los mejores modernistas cubanos - del
valor creador de la palabra, de la capacidad del discurso probarse a sí mismo.
Nadie puede imaginar cómo este hombre con su palabra logro salvar tantas vidas
y contribuir a que el régimen tuviera que modificar una legislación.
Faisel había
estudiado de los teóricos socialistas, que delito más que conducta típica,
antijurídica y culpable, es la acción socialmente peligrosa. Cómo entonces
podía decir el gobierno cubano que era delito, que era socialmente peligrosa la
conducta de un sujeto que, precisamente estaba dirigida a abandonar al país, a
la sociedad que se dice atacada, según la lengua viperina del fiscal de turno.
Faisel hacia
caer al régimen en sus propias trampas. El entonces Fiscal de Ciudad Habana,
hoy Jefe de asuntos jurídicos y constitucionales de la Asamblea Nacional del
Poder Popular, el Dr. Toledo Santander, le dijo un día en tono de advertencia: …“no
tenemos queja profesional contra ti, pero no sabemos qué haces que le causas
tanto daño a la Revolución.” Faisel se mantuvo callado. Después me dijo que
sintió el deseo de contestarle: “diciendo la verdad, con los valores de la ciencias
jurídicas y las virtudes del arte.”
Faisel no solo
defendía a sus clientes, sino que acusaba al régimen y hacia incurrir en los errores
más crasos a nada menos que al Líder de la Revolución. Faisel tenía tres opciones: La cárcel, la
muerte, o el exilio. Sin embargo, no se
visualizaba en otro lugar. Se sentía útil en Cuba a pesar del peligro. Estaba
flaco y preocupado. Logramos
convencerlo. La propia Seguridad del Estado le facilitó una lancha para que se
fuera del país. Necesitaban salir de él. Te vas o te desaparecemos, le dijeron.
Desde esa madrugada no veo al amigo, al padre, al maestro. Ahora El Benny me lo ha devuelto. Otra vez lo
siento: no son las causas penales por nuestro meridiano infelices perros de
laboratorio, engendros del bestiario
medieval, basiliscos y arpías.
Faisel practicaba
el derecho penal como un budista que desde la percepción del drama humano lo
aminora, lo cura, lo intenta destronar del templo de la aceptación sembrando
pagodas de justicia. Ni siquiera era yo un lechuguino, decir que fui, sería
dignificarme. Había leído toneladas de libros, había escrito resmas de cuentos
y poemas y novelas inconclusas, pero no tenía rumbo, era, sin ambages, un
desarraigado con lecciones de rock, hambriento literalmente — ¡literalmente
hambriento!— y [¿anti?]social que paleaba mi
aislamiento con una cultura democrática por las mujeres de todos los colores,
tamaños y deformaciones. Yo no era ni un cuasi¾lechuguino, era una proa que rompía aguas sin la
percepción del puerto en mi seca aventura marinera.
Entonces lo
conocí cuando matriculé Derecho en la Universidad de La Habana. Si la vida te
cobra un precio por los favores que te otorga, tuve una suerte inmensa. Encontré
en Faisel tres elementos difíciles que se mixturen, igual de complicado gatear
en dirección a la luna: un amigo, un hermano y un padre, y para que no me
quejara de mi suerte, joven. En su modesto apartamento de Centro Habana, cerca
del aún teatro América —ahora ni sé qué
diantre es si teatro o cajón para que suden los egos y se lubriquen las
lujurias— uno subía las
escaleras empinadas de sucio mármol del edificio y accedía de la puerta a sus
libros y su escritorio. Consistía en una silla de hierro y una bella máquina de
escribir mecánica de aquellas que hacían más ruido que un combate y que para
mayor verosimilitud donde se colocaba la cinta parecían casamatas en que se
apostaban las ametralladoras. Los tipos rompían el papel, el carbón y las
copias de tan filosos y los vecinos debieron estar sometidos a un tableteo que
sólo la música que nacía harían pasables las madrugadas. Era apta para la
guerra cuando había que teclear documentos jurídicos y para la paz y la poesía
llegado el instante. No era esquizoide aquella máquina de la que me duele su
ausencia y su destino, era genial. A veces, lo sé, escribía sola de noche. Allí
se gestó el Benny, que comenzó siendo una frase.
Benny era, es,
— ¿seguirá siendo?— una de las obsesiones de Faisel. La novela debió
haber tenido un comienzo en alguna célula ignota de su cerebro en la cota más
enigmática del tejido, ese punto luminoso que los pitonisos han intentado
descubrir, desentrañar y sancionar a ostracismo o muerte cerebral en los
escritores. Qué bien que no lo han conseguido. Su temor al escritor es la más
despótica prueba de que han podido y pueden contra invasiones y embargos
mientras tengan una cantidad suficiente de cifras humanas para enfrentarlo y
listas a la inmolación ciega. Pero no cuentan ni con la técnica y menos con las
artes del vudú para cercar al escritor, aislarlo y pasarlo por las armas.
La novela de
Faisel es una prueba del fracaso del intento y la frustración en esa dirección,
aun calculado en el secretismo de oficinas cerradas o bunkers a prueba de
sociedad civil. Porque gana —la escritura de Faisel— por su capacidad de ser un sueño. Si el lector se
permite ser atrapado, si cómplice de esta ruptura con las leyes que dictaminan
novela light, escritura fácil de rápida descodificación con lenguaje de
noticieros, el sueño lo hipnotiza. Es, advierto, sueño organizado. Nuestros
sueños perecen ser faltos de edición lógica, a color o en negro y blanco,
tenebrosos y pedestres, de lágrimas y hasta, para los más dichosos y en la élite de la gracia bienaventurada,
risueños o de risas. Benny de Faisel es organización en su estructura, una
poesía única que se mueve palabra a palabra en la historia que cuenta y en la
historia que es ella misma —la novela— adentrándonos en lo que a mí me parece más
tenebrismo a lo Caravaggio —no sus imitadores— que fácil luz natural. La complejidad del orden y
lo que cuentan esa sucesión de palabras es más pintura tenebrista que luz
tropical fingida —abunda mucho por ahí
el simulado acto de contar historias de nuestra nacionalidad sin logro o al
menos consiguiendo una absoluta locura daltónica— sin dejar de ser
tierra cubana, drama de nuestra historia, olor de miserias y éxitos dichosos en
su propia muerte.
El sueño que
es Benny, una vez que te atrapa, no te despierta hasta la llega triste de la
última palabra, esa que cierra la historia, pone fin a la novela y deja con el
sabor a desear que continúe. Por mi parte volví al comienzo del sueño inducido
dos veces más descubriendo para mi asombro —y también para golpe
en mi prurito de lector entrenado— nuevos meandros,
otras sutilezas, y los fantasmas que aparecen en volumen traspasaron la línea
de la muerte para alcanzar en mí la eternidad. Confieso —y a confesión de parte relevo de pruebas— que mi conocimiento del Benny era limitado. Debo
intentar resumirlo: su música, algunas lecturas mal escritas, trabajos
periodísticos, reseñas, anécdotas que conocía mi familia paterna como aquella
en que Benny pasaba en chancleta la carretera —la misma por la que
rodaba Hemingway hacia el Floridita— aparecía en el Ali-Bar para tranquilidad del dueño, Alipio, y metiendo
su prótesis dental en un vaso con agua —alguien me comentó
después que era Bacardí— ejercitaba su canto.
Faisel me hizo entender otras posibilidades de la vida del artista. Como toda
buena utilización de la ficción basándose en un conocimiento de todas las
aristas vitales y contextuales de lo que se cuenta, la novela vierte nuevas
perspectivas en el cuadro haciéndolo más comprensible, aún a riesgo de que el
observador —el lector— reciba un aumento de la carga: dolor, desesperanza
y aturdimiento. Puedo negarlo, este placer de la lectura de Benny no es
masoquismo, no hay que transferir retribución alguna por la experiencia única
de su lectura, ni abrirse las venas ni someterse al tormento espantoso del
vinagre en las heridas punzantes. Pero sí, manipularía si lo oculto o digo lo
contrario, la lectura de Benny es una odisea de nosotros mismos, de lo que
somos —y aún de lo que no
queremos ser— de nuestra tierra
geográficamente hablando, y de nuestra tierra en términos filosófico y
espiritual. Es reconocimiento palabra a palabra de nuestro drama como personas
y como nacionalidad y ello comporta un precio. Sin embargo la intensidad de
esta narrativa no se detiene aquí. Continúa. También es reconfortante.
Me atrevería
decir —y digo me atrevería
porque a veces la célula ignota que quieren controlar los pitonisos no va por
el camino que el escritor quiere y hasta necesita— que la novela de Faisel se propuso también ser
edificante. Digo la novela de Faisel
se propuso, ¡debe ser esto observado!, y no Faisel se propuso. En el caso de lo edificante creo que fue
el demiurgo ¾quiero que se piense en el demiurgo según legado de
Platón en el Timeo y no en los clones¾ quien condujo los corceles de Platón por el sendero
de lo edificante para restañar las heridas que Benny podría infligir al lector.
No Faisel, no. En ningún momento el autor. Faisel es un hombre de dolor, un
brote de la tierra más occidental de Cuba, que conquistó la cultura citadina
con las armas de la sabiduría. Ni tiros, ni celadas, ¡mucho menos emboscadas!
Es un hombre de angustias y reservas altísimas de sufrimiento. Su centro
nervioso es un hervidero que se templa con el fuego eterno del drama humano. A
riesgo de que me eche un responso, Faisel es un escritor de la aventura humana
más complicada y no pocas veces inconclusa y sesgada por fuerzas
incomprensibles. No es escritor de la francachela y la fiesta salpicada de
confeti que son las lentejuelas de la hipocresía. Es un martiano que dice como
Pepe Martí: ¿qué hago yo en este baile? Y acepta el baile —y es un buen bailador al menos hasta donde alcanza mi
memoria visual como era bueno en atletismo (fue miembro de la Preselección
Nacional— pero es una danza del
ancestral llanto humano, sabor a poquedad, a insensatez de la vida, a los
tentadores 120 años bíblicos que no alcanzamos, al dolor del saber, sabiendo
que no podrás saber. Como el autor del Eclesiastés Faisel está más en el luto,
que la orgía homo sapiens que
da saltos en su euforia de dominante, mientras que la tierra tiembla a sus pies
y se desmorona.
La novela se
gestó también caminando por las calles de La Habana, donde el Benny ejercitaba
más que en ningún otro lugar, el don de la ubicuidad. Faisel y quien escribe
gastamos zapatos por esas calles que van desapareciendo aunque cierta vitrina
oficialista haga ver que la ciudad se salva. Pero todavía testigo desde mi
posición de observador cercano —Faisel se ha anclado a
una distancia que duele convertir en millas náuticas— algo de nosotros persiste en esas aceras de
entonces. Una bocacalle, una hermosa dama de pasada, el libro bajo el brazo,
una toga al viento luego de una vista oral en que par de jueces —legos y profesionales— quedaron dormidos en
brazos del embrutecimiento. Más que en ninguna otras en Neptuno o Galiano, la
23 del Vedado, o las humildes de la zona más vieja de la ciudad, y que a mí aún
hoy me dan vértigo porque creo que caeré de vuelta al siglo XVI. Esa es la
ciudad de la gestación aunque la materialización se haya verificado fuera de
las fronteras que alambraron ¾¡y alambran con esparto anti-información!¾ esas calles. Lastima no tener espacio y que la
cantidad de palabras indiquen que el lector puede agotar la paciencia cedida
con tanta amabilidad, muchas revelaciones dejarían de ser material clasificado.
En esas calles encontramos al Benny, hablando de cosas —entonces Benny no sabía que en La Habana te
multarían por decir cosa y
directo a prisión si articulabas la
cosa está mala— que sólo nosotros
tres podíamos entender en el lenguaje de la poesía, y se escrituraban en la
mente de Faisel y hoy en mis manos evocan y reconstruyen el tiempo que se fue.
De la única manera en que se nos va el tiempo, como se gasta una canción del
Príncipe del Mambo en un 45 rpm con scratch de fondo, que perteneció a una victrola desguazada a
machetazos hace más de medio siglo.
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