El proyecto independentista fue atajado por intereses geopolíticos. Estados Unidos
y España, en Paris, 1898, cuando las Torre Eiffel estaba a diecisiete días de
navegación del Triángulo de Las Bermudas y Las Filipinas quedaban al otro lado
del mundo, y sin la presencia de los cubanos, de los puertorriqueños, ni de los filipinos, firmaron un tratado en
virtud del cual se terminaba la que con el tiempo se ha venido en llamar la
Guerra Hispano-Cubana-Norteamericana, cayendo al fin el imperio donde nunca se
puso el sol.
Puerto
Rico y Las Filipinas pasaron a ser territorios no incorporados de la nación del
Norte (según una políticamente viciada doctrina imperial anglosajona, que se
basa en la intención del acto jurídico creador del instrumento) y Cuba quedó
bajo un gobierno militar, como paso previo a la república mediatizada por la
que, tres años después se llamara la Enmienda Platt, la cual, entre otras cosas
imponía el derecho de Estados Unidos a instalar bases "carboneras" en
la isla - Guantánamo es el ejemplo sobreviviente - y a intervenir incluso
militarmente cada vez que sintiera sus intereses amenazados, o quisiera
amenazar o agredir a otros intereses. Se culminaba así un nuevo reparto del
mundo, en el que Estados Unidos emergía como imperio mundial de nuevo tipo.
El
Gobierno interventor norteamericano (1898-1902), con importantes obras de
infraestructura y de servicio público saneó la Isla que venía con una población
diezmada por una cruenta guerra de treinta años. Después de crear las
condiciones para una Constituyente que le garantizara sus intereses
geopolíticos y dotara al nuevo país de las instituciones que le permitieran a
los ciudadanos desarrollar su vida privada y pública, Estados Unidos arreó la bandera de las barras
y las estrellas y se izó por primera vez la de la estrella solitaria en medio
del triangulo rojo, flanqueada por
franjas azul y blancas, como reflejando pureza ante el infinito cielo.
En
sólo veinticinco años de República, en 1927, una población ¡ya triplicada! era capaz de producir cinco
millones de toneladas de azúcar, a bueyes y machetes y tantas cabezas de ganado como seres
humanos. En 1952, seis millones de habitantes produjeron siete millones
doscientas cincuenta mil toneladas, más el azúcar de bibijagua (producción no
declarada para burlar los impuestos). Grandes obras, desarrollando una
infraestructura propia, fueron logros de una férrea voluntad nacionalista: la
carretera central, el capitolio, el palacio presidencial, las alcaldía
municipales y provinciales, los palacios de justicia, las escuelas normales,
barriadas residenciales, donde vivía una naciente burguesía nacional, eran
indudables ejemplos del inicio de una nuevo estadio en la historia nacional.
Las
artes florecieron como nunca antes se había visto en la historia en nación
alguna: decenas de ritmos musicales - ¡el son y el bolero!-, el ballet de Los
Alonso, la literatura de Guillen, Lezama, Carpentier, la pintura de Lam. En el
deporte todavía arde la gloria de Chocolate, Capablanca, Font…Sin embargo, en Cuba, como toda Latinoamérica, carente de un pensamiento filosófico sistemático, “privilegia las imágenes sensibles, por sobre el pensamiento conceptual.”[1] Solo la Iglesia católica, la más vieja institución, con su sabiduría milenaria y un hombre de la sensibilidad e intuición de André Bretón, poeta del surrealismo, capaz de "presentir, descubrir, oír, viajando en una guagua habanera, caminando por las calles y barrios, sintiendo la entretierra de la gente"[2], podían prever, coincidentemente en el mismo año, 1947, cuando todo el mundo estaba ciego, o no quería ve ni oír, que las dramáticas contradicciones que vivía La llave de Las Américas, avizoraran un desenlace tremendo.
"En
este país se siente venir una revolución", dijo el poeta y el Papa Pío
XII, en una alocución radial al pueblo de Cuba advirtió: "Ustedes se
sienten orgullosos, y con justa razón, de haber nacido en la que alguien llamó
la tierra más fermosa que ojos humanos vieron, en la Perla de las Antillas.
Pero en esa misma bondad del clima, en esa exuberancia y placidez se anida el
peligro. Me parece ver que por el tronco altivo de la palma real, que se mece
con donaire, se desliza la serpiente tentadora... Si no hay en ustedes una vida
sobrenatural fuerte, la derrota será segura."
El
cardenal Jaime Ortega, Arzobispo de La Habana, nos recordaba en su visita a
Venezuela, a principios de 1995, que el Papa se daba cuenta que los cimientos
de la Patria no estaban terminados de forjar, que no percibíamos los grandes
desafíos de la historia, nuestra responsabilidad nacional y hemisférica.
Cuba,
un país fundado en una concepción centralizada de la sociedad, estado y derechos, sin instituciones que se
fiscalizaran las unas a las otras con una historia de guerras cruentas por la
independencia, con mas héroes – lleva muchas veces el héroe la arcilla del
déspota - que ciudadanos, donde la mayoría de sus mejores hijos ofrendaron su
vida por el bien de todos, arribó a la Republica dirigida por “generales y
doctores”, que gobernaban al país con el voluntarismo de la guerra y la
incapacidad institucional de sobreponerse a la corrupción y el nepotismo.
Los
cubanos, creyendo más en la visión de un Jefe que en la propia, con mas fe en
la revolución que en la evolución, escuchando mas la voz de los muertos que la
de los vivos, cargados de intolerancia,
sin medir adecuadamente la trascendencia de los actos, fuimos a buscar la paz
en la guerra, con sus secuelas de muerte, destrucción, odio, negación y
revancha.
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