Por Alexis Jardines
Un
contexto mental a rebasar
Defender
al individuo concreto —o, al menos, al ciudadano real de carne y hueso— por
encima de las abstracciones y de los símbolos rituales es el único modo de
preservarse de los nacionalismos patrioteros, las dictaduras clasistas y las
ideologías totalitarias. Está claro que el reclamo mambí de una “Cuba libre” es
insuficiente; también —y más bien— lo que necesitamos es un cubano libre.
Ningún mérito histórico cabría esperar de una Revolución que no trasciende el
ideario de sus rebeldes ancestros, quedándose atascada durante medio siglo en
la aparente solución de un problema —la soberanía nacional— que parece superado
por las propias condiciones del mundo actual.
Por
otra parte, la soberanía no es más que una expresión de libertad formal. El
hecho que todos seamos libres no significa todavía que lo sea cada uno de
nosotros; el hecho que una nación sea soberana no garantiza que lo sea cada uno
de sus ciudadanos. La libertad real sólo se alcanza si se refiere e involucra a
la persona en su integridad, no a las facetas abstractas de su existencia.
Incluso a nivel de individuo, libre sólo puede ser Juan Pérez y no sus
representaciones, encarnadas en los roles que él desempeña en la familia y en
la sociedad (médico, cederista, militante, obrero, intelectual, militar,
deportista, delegado y, también, ciudadano, entre otros) tan proclives todos a
la manipulación y al control. Una realidad globalizada requiere de una
mentalidad postnacional. Pensar en términos postcoloniales en un mundo
postmoderno es algo que tiene más de quijotesco que de revolucionario. Así, el
proyecto castro-marxista de una sola Revolución naufragó en medio del camino
que conduce de la soberanía a la libertad.
En
semejante contexto vale la pena reflexionar sobre la reforma de la enseñanza en
Cuba. Pudiera decirse que a los Padres Fundadores (Caballero, Varela, Luz) les
guió un sentimiento postcolonial. El mérito de estos grandes maestros no debe
buscarse en la enseñanza de la filosofía, y mucho menos en la reforma de la
filosofía, tarea para la cual no estaban capacitados. Su gran legado a la
cultura nacional fue la reforma de la enseñanza, con especial atención a la
filosofía. Una deliberada distorsión posterior los convirtió de maestros en
filósofos, para articular una pseudo tradición de pensamiento filosófico
cubano. Así, las tendencias positivistas de estos Padres Fundadores —que luego
cristalizaron en Varona— se reinterpretaron “a la soviética”: los educadores se
convirtieron en “demócratas revolucionarios” y fueron acoplados directamente al
marxismo republicano tardío, con el propósito de inventar una tradición que
legitimara la irrupción en la Cuba revolucionaria del marxismo soviético.
En
lo que a la reforma de la enseñanza de la filosofía se refiere, desde el
presbítero Varela no se ha retrocedido, pero tampoco se ha adelantado un paso.
En nuestras universidades, la escolástica marxista sustituyó a la escolástica
medieval y los brotes anti manuales y anti dogmas que hoy se observan no van
más allá de las propuestas de Varela y de Luz en su época. Probablemente, el
rescate de la tradición reformista en la enseñanza no sea factible sin un
criterio postnacional, donde la ideología marxista quede reducida a una simple
opción. Por ahora, el marxismo mantiene la dimensión de pensamiento único y
sigue determinando una educación doctrinal y apologética. Por eso el laicismo
de nuestra educación es bastante sui géneris: no se gana mucho con separar la
Iglesia del Estado si este último asume funciones de naturaleza religiosa.
Aprovecho
la ocasión para advertir del peligro que puede representar a estas alturas las
reacciones de los propios marxistas de corte estalinista contra el manualismo,
el dogmatismo y otras posturas que entre ellos mismos germinaron. No promueven
de tal modo más que una falsa imagen crítica, ya que su extemporaneidad es, en
realidad, conservadora. Es curioso, en las instituciones cubanas se fomenta hoy
una crítica que no sólo es orientada desde arriba, sino que responde a la
realidad vivida en los años 70. El resultado es que la propia crítica enmascara
la realidad presente, legitimando el statu quo. Por eso, en lugar de cambios,
yo he preferido hablar de maniobras raulistas.
Tampoco
representa una solución real la conversión de los otrora marxistas soviéticos
al “marxismo postmoderno”. El marxismo y el pensamiento postmoderno pueden
llegar a coquetear pero, en el fondo, son incompatibles. Un marxismo
postmoderno es una contradicción en los términos, pues la postmodernidad es, en
buena medida, postmarxista. No se olvide que una de las dos condiciones de
partida del pensamiento postmoderno es —según J-F Lyotard— la incredulidad con
respecto al metarrelato de emancipación, es decir, al marxismo. Una buena parte
de los académicos cubanos cree haber encontrado una solución al vacío retórico
que dejó la extinción del marxismo soviético refugiándose en el marxismo
occidental, antes vilipendiado por ellos mismos y acusado de revisionismo,
siguiendo las directivas de Moscú. Semejante reciclaje de la escuela de
Frankfurt los hace anclarse, en cambio, a una modernidad preglobalizada y con
herramientas conceptuales obsoletas como pueden ser las del freudomarxismo.
¿Qué
posibilidades puede tener todavía el marxismo dentro de la cultura cubana? Yo
diría que hoy es un espectro, que irá languideciendo cada día un poco más. No
veo que en las condiciones de la Cuba actual el marxismo pueda aportar algo
culturalmente significativo, sino que actúa, antes bien, como un lastre.
Pudiera afirmarse, parafraseando a Ortega, que lo que tiene de bueno el
marxismo cubano es lo que tiene de cubano, no lo que tiene de marxista. Y no se
tome esto como una manifestación de nacionalismo, sino como el reconocimiento
de que el marxismo no logra prender en nuestra cultura y hasta nos impide
comprender lo que sucede hoy a nivel planetario. Por consiguiente, nos las
arreglamos mejor sin él. Se avecinan tiempos en que se volatilizará totalmente
de nuestras vidas y de nuestras mentes, producto del rechazo natural que
experimenta cualquier cuerpo social ante el pensamiento único, sobre todo
cuando se trata de dosis tan altas y sostenidas.
Al
mismo tiempo, no debemos confiar en que el marxismo sea tan sólo una ilusión
sin porvenir. Hegel dejó bien claro que todo lo que es llevado hasta su extremo
se transforma en su contrario. Cabe esperar que sea la magnitud del propio
rechazo del marxismo la que genere su consiguiente añoranza en generaciones
futuras. Dicho de otro modo, el total olvido, la prolongada ausencia y, sobre
todo, la demonización a que seguramente se verá sometido crearán las
condiciones para que, trasmutado, florezca de nuevo.
La
cosecha del miedo
Durante
ese período de algo más de medio siglo de hibernación que ha vivido Cuba al margen
del tiempo real, ha pesado como nunca antes sobre nuestras cabezas un estigma
que hunde sus raíces en la Colonia. Adaptado a las nuevas necesidades de
legitimación simbólica de un proyecto carente de estructura de plausibilidad,
como lo es la Revolución, el rechazo del anexionismo reaparece bajo la
glamurosa acusación de plattismo. La
manera en que se han estigmatizado históricamente a los simpatizantes de la
cultura norteamericana ―y especialmente a aquellos, cuyo simple sentido común
los llevó a la idea de integrarse política y económicamente a los Estados
Unidos― denota cuán ajenas han estado las huestes nacionalistas a eso que se
llama democracia.
La
propaganda revolucionaria no solo impuso el modelo soviético y su adoración,
sino que se las arregló para crear, no sin manipulación de la historia
nacional, el terror irracional hacia la sola posibilidad de concebir una
integración de Cuba al suelo norteamericano. La soberanía de Cuba ―o, más bien,
su limitación―se hacía depender del tipo de relación que se estimulara con los
vecinos del norte (definidos como enemigos de la nación). Una relación amistosa
y camaraderil caía inmediatamente bajo sospecha; una hostil, violenta y
excluyente era gratificada en grado sumo. La cuestión personal y democrática de
la elección, el respeto a la libertad individual y al derecho ciudadano, todo
ello era y continúa siendo groseramente violado en nombre de la sagrada perreta
antiplattista. Y hay que decir que con muy buenos resultados, por cuanto los
cubanos que han envejecido en la Isla llevan ocultos sus deseos de integración
a la gran nación del norte como hasta hace poco muchos llevaban penosamente
oculta su homosexualidad. En Cuba era preferible (y hoy lo es más que nunca)
ser maricón que ser anexionista. La respuesta a la pregunta por cuántos cubanos
hay dentro del closet del anexionismo yace en el nivel más profundo del alma
colectiva como el secreto mejor guardado de la nación.
Así
tenemos que el reproche de anexionismo es válido exclusivamente cuando el país
en cuestión es Estados Unidos. Por lo demás, Cuba está dispuesta a integrarse
hasta con Afganistán o Corea del Norte sin el menor pudor. La perreta de la
soberanía solo esconde el temor a perder las prerrogativas que le confiere un
Estado totalitario a la clase política gobernante, a saber: la indefensión
ciudadana, el saqueo moral y material del individuo frente al omnipotente y
omnipresente aparato estatal y/o gubernamental y, en última ―aunque más
importante― instancia, al líder del Politburó. La perreta antiplattista,
íntimamente vinculada a la anterior, obedece al temor a que colapse el
mecanismo de legitimación simbólica tras una apertura democrática y
transnacional, lo cual conllevaría al descrédito del metarrelato nacionalista.
De modo que ambas son extremos de una misma relación. Por otra parte, no se
puede ser anti-integracionista en general sin ser antidemocrático. El
integracionismo de los países del ALBA es selectivo y exclusionista, así es que
todo el que está en el otro extremo tiene el derecho de devolver la pelota a la
cancha de los castro-chavistas. ¿Por qué todo esto? Para no quedar expuestos al
escrutinio internacional, para continuar cosechando la cultura del miedo, la
expoliación del ciudadano y el secretismo, que es el sostén de la Revolución.
¿En
qué radica el peso de este estigma? No solamente en que es un peso histórico,
sino en su connotación moral. El logro de la propaganda revolucionaria
consistió, en este caso, en igualar la simpatía por los norteamericanos con la
actitud de la prostituta. Sutilmente, los mecanismos más viles se ponen en
juego aquí, de tal modo que aun el defensor de la integración a los Estados
Unidos cree que comente un pecado obsceno e inmoral. La solución no puede ser
otra: permanecer en el closet. Ahora cabe la pregunta. ¿Con qué derecho ningún
cubano ―sea castrista, comunista, marxista, leninista o todo junto― puede
cuestionar la decisión personal de su compatriota? ¿Por qué les molesta tanto a
los revolucionarios la sola posibilidad de que alguien tenga una opinión o
elección diferente, al punto de llegar a atentar contra la vida de quien así se
proyecte?
Es
absurdo pensar que la nacionalidad cubana se vea amenazada por el “enemigo
plattista”, en todo caso la amenaza es la Cultura misma y no la elección o la
opinión de los individuos libres. Pero sucede que, así como no podemos ir
contra la Naturaleza tampoco podemos ir contra la Cultura. Es esta última la
que modifica los valores nacionales, la que los preserva o extingue (Claro que
no debemos reducir la Cultura al conjunto de las bellas artes y el folklore)[i].
Así que va siendo hora de tomar partido: o por el derecho a la libre expresión
y elección o por el totalitarismo y el control de las voluntades individuales;
por la Cultura o contra la Cultura.
La
sociedad del conocimiento
No
se trata de negar el papel del Estado ni de enterrar el capitalismo. Los
sepultureros de Marx se quedaron finalmente sin empleo, mientras el sueño
comunista de una sociedad sin Estado se desvaneció apenas fue concebido. Hay
que hablar en términos de transformación, de cambio de funciones, de
transmutación si se prefiere. Los Estados tienden a ser multinacionales, nodos
de una red que es la sociedad global; y el capitalismo: la plataforma sobre la
que han de levantarse las futuras sociedades del conocimiento.
El
concepto de lo transnacional tiene un sentido espacial; el de lo postnacional,
en cambio, es algo que se entiende desde ángulo temporal. ¿Hacia dónde va la
Cultura? Obviamente hacia la integración y el derribo de las barreras nacionales
junto esa arcaica ideología que pretende conservarse estanca, a la vieja usanza
medieval. El nacionalismo representa hoy un retroceso, un severo freno a la
libertad, al pensamiento y a la creación. Aquí es imprescindible escuchar a
Bergson: “De diez errores políticos nueve consisten en seguir considerando
verdadero lo que ha dejado de serlo…”[ii] ¿Qué nos
queda, pues? ¿La anexión a los capitalistas norteamericanos como única opción?
¿El Plattismo?
Primero
quisiera que el lector me respondiera un par de preguntas: ¿Es China
capitalista o socialista? ¿Y Venezuela? La Cuba raulista ¿cómo la clasificaría?
No me lo diga, sé que no tiene respuestas. Pruebe enfocar las cosas así: a
partir del final de la Guerra Fría y con el advenimiento de la postmodernidad
los conceptos de capitalismo y socialismo cayeron en desuso, simplemente ya se
muestran obsoletos para caracterizar la realidad política, económica y cultural
de los tiempos presentes. Los efectos de la globalización están rediseñando el
mapa mundial, mientras la Tecnología (en tanto forma dominante de la Cultura)
ha trastocado todos los valores, las instituciones, las relaciones
interestatales y las personales. El conocimiento mismo ha experimentado una
brutal transformación y, con él, todo el edificio de la Ciencia.
Mientras
los anti-anexionistas (por lo que ha de entenderse a los revolucionarios que
prefieren anexarse a cualquiera, excepto a los Estados Unidos y que pretenden
negociar con cualquier extranjero antes que con los propios cubanos) andan
echando peste y estimulando el odio, ese gran país se ha convertido en un
Estado de nuevo tipo: multicultural, democrático y postnacional. De la misma
manera que Cuba ya no es socialista Estados Unidos ya no es un país
capitalista, sensu stricto. Y mientras los anti-plattistas ladran ellos nos
ganan la carrera del conocimiento. De una manera u otra todas las naciones
están sujetas a un proceso de hibridación cultural y transnacionalización. Los
Estados Unidos, para tranquilidad de los que permanecen dentro del closet y de
sus propios represores, ya no es tan americano ni tan capitalista. Es una
sociedad multicultural y postcapitalista en la que todos tienen cabida. Sin
embargo, no es la única con estas características; la Unión Europea, por
ejemplo ―a la que a la Cuba raulista le encantaría anexarse― también lo es. Así
es que la integración va y el que la gente tenga sus preferencias
socio-económicas y culturales no los hace prostitutas.
El
mundo hacia el que debe mirar la nueva Cuba es, pues, el de las sociedades del
conocimiento, por la simple razón que ese es el futuro inevitable que se nos ha
negado a los cubanos dentro de la Isla por un gobierno dictatorial, inepto y
provinciano. Nuestro futuro no está ni en la mano de obra y el trabajo, al
estilo marxista; ni en el capital y la acumulación, según el modelo que
transmuta frente a nosotros. El conocimiento viene siendo ya el recurso
fundamental y el crimen de lesa Cultura consiste justo en hundirnos cada vez
más en esa Brecha Digital que define hoy quien es pobre y quien no lo es.
Estamos del bando de los analfabetos funcionales, de los desconectados ―es
decir, de los perdedores― por obra y gracia de un grupo de anti-plattistas
incompetentes que todavía ignoran que quien manda en el mundo no es ni el
socialismo ni el capitalismo sino la Tecnología, la cual solo germina en
situaciones trans y postnacionales de integración, democracia, libertad y
multiculturalismo.
El
Estado-Nación ―aun en sus particularismos ideológicos― fue un subproducto del
proceso secularizador que trajo consigo el advenimiento de la Ciencia como
forma dominante de la Cultura en la modernidad tras causar el colapso del Ancien Régime. Lo que pueda suceder
finalmente con el socialismo y el capitalismo en ese nuevo universo simbólico
dominante que es la Tecnología, es algo que excede con mucho tanto el poder
económico de los Estados Unidos como las componendas y ―a menudo macabras―
maniobras raulistas de actualización. Una vez más, escuchemos no a Marx, sino a
Hegel: “Cuando la forma sustancial del espíritu se ha transformado, es
absolutamente imposible querer conservar las formas de la cultura anterior; son
hojas secas que caen empujadas por los nuevos brotes que ya surgen sobre sus
raíces”[iii].
[i]
Véase el desarrollo del concepto de Cultura en mi libro: El cuerpo y lo otro. Introducción a una teoría general de la Cultura.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004.
[ii] “Y
el décimo ―agrega el filósofo―acaso el más importante, en no considerar verdadero
lo que en realidad lo es”.
[iii]
Véase el Prólogo de Hegel a la Fenomenología
del espíritu.
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